Se durmió y perdió


Aquella tarde del viernes transcurría sin mayores sobresaltos, hasta que Ramón, el editor jefe del periódico, se asomó a mi cubículo y me dijo con voz franca y resuelta: "mañana no es necesario que vengas a la guardia, ya resolví". Sin decir nada más, se alejó, como quien está predeterminado a cumplir una función y listo. Ya el mal estaba hecho, los planes que tenía para ese fin ya estaban pospuestos. Marisol, mi novia, ya estaba rumbo a Cumaná, estado Sucre, para visitar a su tía, quien había dado a luz hacía pocas semanas.
Marisol tenía 15 días planificando nuestro viaje para Cumaná. Justo en la última semana me comunican una guardia relámpago el sábado que acabó con el viaje, por lo menos para mí. Después de dos años de noviazgo, la relación entre Marisol y yo se había afianzado y el tiempo nos deparaba cosas mejores. Por eso, la despedida en el aeropuerto fue larga y triste. Primero, por no poder acompañarla y, segundo, por la razón del viaje que haría sola, sin mí. Y justo cuando estaba por comenzar mi fin de semana de trabajo forzado en la redacción del periódico, viene Ramón y me lanza esa bomba.
Jacinto, mi fotógrafo de confianza dentro del periódico, escuchó la noticia y me dijo: "Bueno, compadre, no le queda otra que pasar el fin de semana soltero". Ese comentario me hizo presionar la tecla "end" de mi celular para cancelar la llamada que estaba a punto de hacerle a Marisol para comunicarle la nueva mala.
—Men, la gente de deportes y las chamas de administración están planificando una salida esta noche —dice Jacinto, acercándose a mi escritorio—. Ya el "permiso" lo tienes.
No le presté atención al comentario de Jacinto, estaba pensando cómo le agradaría a Marisol que estuviese con ella ese fin de semana. Pero, puse las cosas en la balanza: salir esa tarde en bus desde Valencia a Cumaná era posible, pero en un fin de semana los pasajes escasean. Además, tenía muchísimo tiempo que no salía a divertirme con mis colegas y compañeros de trabajo. Decidí no comentarle nada a Marisol hasta que llegara. La noticia la iba a poner anciosa y decirle que no iba a ir la amargaría, indudablemente.
No hablé más sobre el asunto con Jacinto. Dejé que todo fluyera. Si iba a salir esa noche no quería ser parte del comité organizador, eso me haría sentir menos culpable. Ya Marisol estaba con su tía y mi día en el periódico estaba culminando. Jacinto se me aerca después de haber regresado de la calle y me pregunta qué había decidido.
—Bueno, vamos a echarle bolas —le dije, convencido—. ¿Dónde es la vaina? ¿Quiénes van? ¿A qué hora es la cosa?
—Van todos los de deportes, dos chamas de administración, José (el otro fotógrafo), Martha la recepcionista, Jeaneth, tú y yo, hasta ahora.
Ya estaba decidido, yo saldría esa noche a tomar, bailar y divertirme con mis panas del periódico.
Al salir, a eso de las seis de la tarde, me fui a la casa, llamé a Marisol para saber cómo estaba y me dispuse a cambiarme. Sí, por mi mente pasó decirle, por lo menos, que esa noche iba a salir con los muchachos, pero después comenzaría a decirme que me acostara temprano, que después me iba a estar durmiendo en la guardia de mañana, etc., etc., y eso me iba a hacer sentir muy mal y terminaría diciéndole que no tenía ya la guardia. Eso iba a desencadenar una serie de sucesos indetenibles. Preferí callar.
Pasé buscando a Jacinto por su casa a eso de las 9.30 de la noche. Nos fuimos rumbo al lugar donde haríamos la rumbita con los panas: una disco dentro de uno de los centros comerciales más exclusivos de la ciudad, con vista a la nocturnidad en una de sus paredes de vidrio, dos pisos y demás comodidades y excentricidades que complacían al más exigente de los rumberos. Pero para mí, que vendieran licor y hubiese buena música era más que suficiente.
Fuimos los primeros en llegar. Esperamos afuera a que el resto arribara al local. No pasaron muchos minutos cuando ya todos estábamos esperando para entrar: Ulises, el editor de deportes; Maritza, la periodista de deportes especialista en béisbol; Reinaldo, el más antiguo en la fuente de sucesos; Samuel, el más carismático periodista del periódico y quien se sabía la vida y obra de cualquier político de la región; Doris, la recepcionista; Tibizay, la adminstradora; Lorena, la atractiva pelirroja de Recursos Humanos y quien además me sosprendió verla allí, era la única acompañada de su novio; Raquel, inseparable amiga y compinche de Lorena; dos periodistas más cuyos nombres no recordaba nunca, Jacinto y yo. No había parejas, salvo Lorena. Los demás andábamos por nuestra cuenta.
Nos sentamos en un lugar alejado de la pista de baile. De inmediato las dos primeras botellas: una de whisky y otra de vodka. Comenzamos a libar.
Pasadas las horas, las parejas de baile ya habían rotado un par de veces. Incluso, ya a la pista de baile le habíamos abierto una sucursal cerca de nuestra mesa. La oscuridad del lugar nos daba cierta intimidad para con el resto de los asistentes al local.
Dos botellas más.
Fue justo en el momento cuando fui a servirme otro trago de whisky cuando noté que Lorena, la pelirroja, estaba viéndome continuamente. Al principio no le di importancia, al fin y al cabo no se trataba de una mirada muy sujestiva, era más bien de compromiso por estar en la misma mesa que ella y estar compartiendo un rato. Yo no me había relacionado mucho con ella en el trabajo, un "hola" y un "cómo estás" de vez en cuando en los pasillos del periódico. Su novio, a quien le había cruzado palabras un par de veces en la salida del diario, no trabajaba con nosotros, aunque también es periodista. Ya los tragos estaban comenzando a hacer estragos en él. Nadie había salido a bailar con Lorena, salvo su novio, a pesar de que la mayoría bailó con todo el mundo, incluso su novio bailó con Raquel. Es por ello que me sorprendió cuendo Lorena, levantándose de su asiento, se me acercó y me pidió que bailáramos. Yo me levanté y tomé su mano, vi a su novio pero él no me miró. Salimos rumbo a la pista, repleta de gente bailando al son de "Mi bajo y yo" de Oscar D' León. No di motivos para conversación durante el baile. Dos temas más de salsa y el Dj decidió cambiar a regeetón. Yo hice ademán para volver a la mesa, pero ella me agarró por el brazo y me dijo que siguiéramos bailando. Ese fue mi gran error, creo.
Los movimientos de cadera de Lorena al ritmo de la cancion de Daddy Yankee eran de espectáculo. Se había transformado. Para fortuna, la gente en la pista de baile, que ahora era muchísima más que al principio, nos tapaba la visual hacia la mesa, donde aún estaba el novio de Lorena, sentado, cabizbajo.
Su manera de bailar era extraña para mí. Por momentos pensé que su sensualidad era producto del furor de la música y los tragos de vodka en su cerebro, pero por momentos parecía atraída hacia mí y sus movimientos de careda eran una invitación abierta a poseerla allí mismo. Supe controlarme, pero siempre con una sonrisa en el rostro que no hacía más que ocultar mi excitación por aquella situación.
Temas iban y venían y Lorena era cada vez más eufórica. Ya le había agarrado las nalgas en par de oportunidades, la primera por petición de ella misma y la segunda por necesidad imperiosa de mi parte al tenerla de espaldas a mí mientras golpeaba mi pene erecto con sus gluteos. Yo no sabía si seguirle el juego o bajar el ritmo de aquel momento.
El cambio brusco de ritmo, producto de la mezcla del Dj, acabó por detener el frenesí de Lorena. Yo no sabía si agradecerle al pincha discos o si, por el contrario, subir a reclamarle el desacierto que tuvo al cambiar el ritmo con aquella canción. Lo cierto es que nos sentamos de nuevo con el grupo. Yo me tragué un vaso de whisky y me recosté en la silla. Vi a los lados y ninguno de los panas me veía. Eso quería decir que no me detallaron en el afrodisíaco acto de baile con Lorena. A veces es bueno tener un testigo en esos caso, pero en esa oportunidad no.
Me levanté para ir al baño, debía vaciar la vejiga. Entré al sanitario y apenas dos personas lo ocupaban. Al salir, sentí un jalón por mi mano. Era Raquel, la amiga de Lorena. Extrañado por aquel incidente no sabía qué hacer. Ella me llevó al baño de mujeres que estaba justo al lado. Tocó la puerta y abrió Lorena, riendo. Me metieron las dos al baño, Raquel cerró con seguro detrás de mí y yo me quedé en medio de las dos sin saber qué decir o qué hacer. Sólo Lorena articuló palabras.
—Creo que esta es la única forma de hacerlo —me dijo mientras se acercaba al espejo grande pegado a la pared del baño.
Debió notar mi extrañeza porque de inmediato soltó la pregunta más directa y capciosa que me han hecho en mi vida.
—¿Quieres cogerme ahorita, aquí mismo?
Yo olvidé dónde estaba, por qué estaba allí y qué consecuencias me traería decirle sí o no a esa pelirroja. Mis ojos se centraron en el escote de su blusa negra que dejaba ver el camino glorioso entre sus senos enormes. Pero, volví en mí y fue cuando noté que Raquel nos acompañaba. Al verla ella misma respondió.
—Esto es entre ustedes —dijo, mientras se recostada de la puerta de entrada—. Yo sólo estoy aquí para que no levante sospechas la ausencia de ella en la mesa.
A pesar de todas las preguntas que mi mente formulaba en ese momento —¿Y si entraba alguien? ¿Si el novio preguntaba por ella?, y mil cosas más—, la excitación de la pista de baile aún estaba en mi torrente sanguíneo. Allí, de pie y entre las dos mujeres, no supe qué hacer ni qué decir. Lorena se acercó a mí y me besó introduciendo su lengua hasta mi garganta. Con una de sus manos me agarró el pene por sobre el pantalón y mi querido amigo casi se me sale. Dejó de besarme y me miró a los ojos con picardía, acto seguido se arrodilló frente a mí y bajó el cierre del pantalón, sacó el botón de su ojal y bajó mi jean hasta las rodillas. No sé en qué momento me bajó el boxer e introdujo mi miembro a su boca, creo que perdí el sentido cuando su húmeda boca saboreó de cabo a rabo mi pene.
Volteé a ver a Raquel, quien recostada de la puerta simplemente veía lo que su amiga hacía. Me regaló una sonrisa y yo le pedí con un gesto que imitara a Lorena, pero se negó con un sutil movimiento de cabeza. Por momentos no entendí el porqué de su presencia si no iba a ser parte del show. Luego supe que ciertamente ella estaba haciéndole un favor a su amiga y punto. Vaya forma de serle fiel a una amistad.
Tomé a Lorena por su cabello, haciendo una cola de caballo con mi mano mientras ella metía y sacaba mi miembro de su cabidad bucal. Era toda una experta. De momento lo sacaba para tomar aire y preguntarme si me gustaba. Mi rostro contestaba por sí solo.
De repente se levantó, de pie frente a mí volvió a besarme. Yo le agarré las nalgas con fuerza, ella se dio media vuelta y colocó los codos sobre la mesa del lavamanos que estaba justo al frente del gran espejo. Alquien tocó la puerta. La voz decidida de Raquel diciendo que estaba ocupado y que por favor usara el otro baño alejó de inmediato a la chica que pretendía interrumpirnos.
La misma Lorena se desabotonó el pantalón y lo dejó caer hasta el piso. Frente a mí, dos blancas, enormes y hermosas nalgas cortadas finamente por un diminuto pedazo de tela que hacía las veces de hilo. La nalgueé. Me arrodillé y metí mi cabeza entre los dos glúteos. Había un olor extremadamente adictivo, quizá era su flujo que emanaba copiosamente de su vagina, quizá alguna fragancia de esas que las mujeres saben colocar en sitios estratégicos de su cuerpo para momentos como ese, tal vez era la combinación de ambos, no lo sé, lo que sí sé es que eso me empujó a morder, lamer, chupar y estrujar con mi boca aquellos voluptuosos labios, ese enérgico clítoris, duro y viscoso. Hubo gritos de parte de ella, controlados, evidentemente. Le agradó muchísimo que mis dedos (dos y luego tres) entraran y salieran de su vulva una y otra vez hasta lograr un gemido más prolongado y fuerte. Era poco el tiempo que teníamos, lo sé, pero quise disfrutarme aquel cuerpo palmo a palmo. La volteé poniéndola frente a mí. De un tirón bajé el escote dejando su pechos desnudos frente a mí. Creo que me lastimé la mandíbula queriendo meterme uno completo a mi boca, pero valió la pena.
Ya era mía, la penetración era inminente, sólo que algo había olvidado: el condón. La tenía de nalgas hacia mí y viéndola a través del espejo le dije que no tenía preservativo. Como un mandato mudo, Lorena miró a Raquel y ésta sacó de su cartera una caja de condones, tomó un paquetico y me lo acercó. Yo, mirándola a los ojos, lo tomé. Ella apenas levantó la mirada para verme, creo que fijó sus ojos en mi pene. En un dos por tres me puse el "salvador de la patria" y proseguí a penetrar a Lorena. Al hacerlo sentí que yo ya casi acababa. Tuve que controlar mis impeles, sacarlo y pasearlo por la entrada de su ano. Seguí un rato más así. Cada mete y saca me acercaba más y más a una inminente eyaculación, pero la pospuse lo más que pude. Ella se sentó en el mesón del lavamanos y abrió sus piernas, la penetración de frente me dejó ver su vagina con detalle. Aquello me excitó aún más. Coloqué mis manos en sus pechos y con fuerza la penetré una y otra vez. Vino su orgasmo, lo estaba anhelando. Ella se bajó del mesón y, quitándome el condón, me regaló otra felación, como de agradecimiento. Se volvió a colocar de espaldas a mí y ella misma se penetró. Lo que hizo después quedará grabado en mi mente por mucho tiempo. No dejó que yo hiciera movimientos de impele, por el contrario, fue ella con ese mismo ritmo de caderas que usó en la pista al compás del regeetón quien hizo que mi pene entrara y saliera de su vulva tantas veces como fue necesario para que mi líquido espeso se derramara en sus nalgas. De inmediato se giró e introdujo mi pene en su boca. No dejó rastros en él de mi eyaculación.
—Me gustó —me dijo, dejando un beso en mi boca—.
Miré a Raquel y ella seguía allí, recostada a la puerta. No sabría decir si su cara era de excitada, creo que sí, pero si estaba excitada, ¿por qué no participó en la tertulia?
Lorena se lavó la cara, se vistió y me pidió que saliera del baño primero que ellas. Lo hice y me escabullí entre la gente hasta que llegué a la mesa de nuevo. Nadie me extrañó, por lo visto. El novio de Lorena estaba medio dormido, con un vaso de whisky en su mano. Instantes más tarde llegó Lorena junto con Raquel. Creo que alguien en la mesa les preguntó dónde estaban, pero no puede escuchar la respuesta de Lorena por la música.
Pasó como una hora después de aquello y yo no me levanté del sofá donde estaba. Lorena y Raquel bailaron con todos allí. Su novio terminó por dormirse. Para su fortuna no fue el único, Reinaldo y Samuel también sucumbieron ante los efectos del alcohol. La cuenta se pidió a las 3.30 de la madrugada. Mi cama me recibió a las 4.15.
El domingo recibí a Marisol en el aeropuerto. Su cara era pura alegría, tanto de verme como de los recuerdos que trajo por su primo recién nacido. Le conté que no tuve guardia y que no la había llamado para no causarle más rabia de la que yo ya sentía. Entendió. También entendió que hubiese salido el viernes a beberme unos tragos con los panas del periódico.
Hoy lunes, sentado frente a mi computador recibí la visita de Jacinto, a quien había dejado en su casa la madrugada del sábado, ebrio, por supuesto.
—Estubo buena la rumbita del viernes, ¿no?
Viéndolo a los ojos le respondí sin mayores detalles:
—No te imaginas cuánto...

Amigo infalible


La habitación era apenas alumbrada por la poca luz del día que entraba por la ventana, a pesar de la gruesa cortina de lona que la cubría. La televisión había estado encendida toda la noche y aún lo estaba. Un capítulo más de "Friends" se proyectaba en la pantalla. La puerta del clóset estaba cerrada. Los libros en la pequeña repisa de la pared ordenados de mayor a menor. Los zapatos ubicados minuciosamente en la zapatera que colgaba detrás de la puerta. Sobre la mesa de noche un reloj electrónico con número rojos indicaban las 10.22 de la mañana. Era sábado, por eso Sandra aún estaba entre las sábanas, arropada hasta la cabeza con su edredón de flores que le había hecho su abuela.
Un grito de Mónica a Joey sacó a Sandra de su profundo sueño. Estaba a punto de llevar a su boca el enorme pene de un afroamericano. Era un sueño recurrente en ella, ya no era la primera vez que lo soñaba, pero cada vez avanzaba más y más hasta sentir en sus entrañas que aquel hombre, de aspecto africano, cuerpo sudoroso y poco cabello, la poseía súbitamente.
Ya recuperada de su letargo, habiendo estirado hasta el más olvidado de sus músculos para alejar el sueño de sus ojos, Sandra observó la TV a los pies de su cama y recordó que una vez más había olvidado apagarlo la noche anterior. Buscó el control remoto y lo hizo a distancia. Miró el techo de su cuarto, respiró profundo y con un enérgico movimiento de manos y brazos se quitó el edredón de encima de ella. Debajo, su desnudo cuerpo recibió la débil luz que entraba por la ventana. Sus pezones se irguieron, producto de la baja temperatura de aquella mañana. Con la misma energía con la que se quitó las sábanas de encima, se levantó y se sentó en la orilla de la cama, mientras que con ambas manos se hacía una cola en su cabello. Sus pechos eran víctimas de la Gravedad, pero aún mantenían su aspecto firme y consistente. Era lógico que a sus 21 años aquella muchacha mantuviera "en su sitio" lo que la Naturaleza le había proporcionado.
Colocando las palmas de sus manos a cada lado de su cuerpo sobre la cama, miró a todas partes, como buscando algo que había extraviado. No lo encontró a simple vista, entonces registró sin resultados su alborotada cama. Ya de pie, examinó los alrededores, pero nada. Puso las rodillas en el piso y buscó debajo de la cama y ahí estaba. Estiro su mano hasta alcanzarlo: un oscuro artículo fálico de aspecto carnoso y de gran extensión era lo que buscaba con tanto afán. Un pene de goma, totalmente negro y de unos 25 cm de largo servía en muchas ocasiones para saciar los febriles deseos de aquella joven estudiante de medicina. Sandra le había puesto nombre al regalo que recibió en su cumpleaños número 20 de parte de sus amigas de la universidad. "Para saciar las bajas pasiones", decía la tarjeta que estaba pegada a la caja del regalo, con un envoltorio rojo carmesí. Lo realista de aquel objeto era lo que más le gustaba a Sandra. Se le podían ver las venas que rodeaban al pene, como si de uno real se tratara. Aunque no era de un color natural de piel, el hecho de ser totalmente negro le agregaba un aspecto neutral. La imaginación de Sandra le daba el color deseado, que casi siempre era negroide. Su gran anhelo era hacerlo con un hombre de esa raza, un costeño, quizá. Siempre que iba a la playa se quedaba mirando a los pescadores lugareños con sus fibrosos cuerpos sacando el pescado de sus botes. A pesar de sus ganas nunca se atrevió a dar el primer paso. Siempre cohibida de ser tildada de "chica fácil" terminaba en el baño masturbándose. Por eso, cuando sus amigas le dieron aquel regalo, Sandra no vio en él nada morboso ni bárbaro, por el contrario, le vio aspecto de herramienta sexual, y así lo trataba. De hecho, el falo guardaba gran similitud a los penes que veía en las películas porno que en ocasiones se cruzaban frente a ella. Incluso, al final de su largo "cuello", el pene descansaba en unos bien logrados testículos que servían, además, como base para que Sandra pudiera mantenerlo "de pie" y experimentara nuevas posiciones.
Como dije antes, Sandra llegó al punto de ponerle nombre y tratarlo como a una persona. "Bobby", le decía. A todos los viajes iba Bobby bien guardado en los bolsos o carteras. Las amigas ya lo conocían, pero nunca más llegaron a verlo en persona. Sandra era muy celosa con su "amante".
Antes de llegar este artilugio a las manos de ella, fueron tres los hombres que había poseído su cuerpo. Humberto, su amiguito de la secundaria y a quien le entregó su virginidad al salir del bachillerato; Manuel, el insistente hermano de su mejor amiga y a quien conoció recién llegada a la universidad pero que no tenía metas en su vida; y Miguel, su más reciente aventura y a quien descubrió en brazos de su amante en una disco de la ciudad. La escena dentro del local nocturno hubiese sido repetitiva en esas situaciones, a no ser porque a Miguel se le ocurrió serle infiel a ella con el delantero del equipo de fútbol de la universidad.
Después de un mal amante como el inexperto Humberto, un desempleado Manuel y un afeminado Miguel, a Sandra no le quedó más remedio que dedicarle su vida al único amante que de verdad era efectivo y condescendiente y que la vida le había puesto en su camino: Bobby.
Por eso, aquella mañana en su cuarto Sandra le había dolido mucho haber encontrado a Bobby bajo la cama.
—¿Cómo llegaste ahí, mi vida? —Preguntaba Sandra con tono de compasión.
Tomándolo entre sus manos le estampó un beso en su punta. Acto seguido, se sintió vulnerable en la posición en la que estaba, rodillas en piso e inclinada hacia adelante para poder llegar debajo de la cama. Con voz cómplice, Sandra le habló a Bobby.
—¿Por qué me miras así? Sí, ya sé que te gusta esta posición, pero apenas me estoy levantando, ni siquiera he ido al baño. ¡Qué? ¿Estás loco? No chico, así no. ¿Qué haces?
Sandra llevó a su amigo a sus nalgas, en la misma posición en la que se encontraba tumbada en el piso. Con golpes suaves rebotaba a Bobby de sus nalgas, como flagelándose sutilmente. Esto la excitó y seguidamente comenzó a tocarse su vulva con la punta de sus dedos. Sintió que se humedecía rápidamente, mientras que Bobby golpeaba con más fuerza. Sin pensarlo se levantó y se sentó a orillas de la cama, Bobby ahora estaba frente a ella y poco a poco fue acariciando con su cabeza el abultado clítoris de ella, llevando su goce a límites más elevados.
—¡Así, Bobby, así! —Decía ella con una voz entrecortada—. Sabes cómo encenderme rápidamente.
Mientras que su mano derecha hurgaba entre sus labios vaginales, Bobby fue a dar a su boca que lo recibió plácidamente logrando entrar hasta en un 75% de su extensión total. Sólo por momentos Bobby abandonaba la boca de Sandra, salía únicamente para no provocarle el vómito a su amada.
Ya su vulva había logrado la humedad deseada; era el momento de que Bobby fuese por lo que le correspondía. Lentamente la negruzca y fálica goma se iba perdiendo entre las entrañas de Sandra, quien ya para ese momento había perdido el control, su cabeza estaba echada hacia atrás y sus ojos se encontraban desorbitados por completos. Era demasiado placer para una sola mujer, aquel enorme miembro entraba y salía buscando arrancar un grito de pasión y lujuria. No pasó mucho tiempo hasta que lo consiguió. Sandra soltó un grito ahogado en su garganta, como para no levantar sospechas en quienes seguramente estaban cerca de su habitación: su familia. Sabiendo que el orgasmo había llegado rápidamente, Bobby no se inmutó y continuó ofreciéndole a Sandra los placeres del coito. Entró y salió de su viscosa vagina cuantas veces había querido y a distintos ritmos. Un orgasmo más se hizo presente y Bobby seguía enérgico y vigoroso.
Sandra decidió cambiar de posición y llevó a Bobby al piso en donde lo puso "de pie". Ella se sentó sobre él cabalgando sin detenerse y otro orgasmo llegó.
—¡Papi, eres lo máximo! Jamás te podría ser infiel, jamás.
Ya de pie, Sandra observó a Bobby con deseo mientras éste estaba tirado en el piso.
—¿Quieres más? —Preguntó ella—. Vaya, sí que eres insaciable; pero vamos a la cama. Haremos la posición que más te gusta.
Tomando a su amigo con una mano, Sandra se colocó de espaldas y sobre sus rodillas, mientras que lo metía y lo sacaba una y otra vez. En esta posición, pudo meterlo hasta el final, y, salvo por las protuberancias que se encontraban al final del largo pene, aquel enorme falo estaba dentro de ella totalmente. Esto le dio un placer extra, sentir que era penetrada por completoe por Bobby le otorgaba una sensación sin precedentes. Y otro orgasmo llegó...
Ya en la ducha, Bobby se bañaba con Sandra mientras que ella lo acariciaba y lo limpiaba minuciosamente. Era su objeto más preciado y como tal lo atendía, pero ella sabía que en el fondo Bobby era mucho más que un simple objeto, era su eterno amante.
Aquel sábado comenzaba para Sandra desde el mediodía, luego de una larga noche de sexo con Bobby y un amanecer igual de fogoso. Horas más tarde se encontraba en casa de Norys, su amiga, para salir a comer.
—Amiga, te quiero mostrar algo. —Dijo Norys mientras llevaba a Sandra tomada de la mano hasta su cuarto.
Una vez dentro, Norys tomó el control remoto de su DVD y antes de darle play al disco que se encontraba dentro, le preguntó a Sandra con cierto pavor:
—¿Tú todavía tienes aquel pene que te regalamos en tu cumpleaños?
La pregunta sacó de concentración a Sandra, quien simplemente contestó con un monosílabo: "sí".
—Pues —prosiguió Norys dándole play al DVD—, mira en lo que lo puedes convertir. Conseguí esta película en el cuarto de mi hermano.
En la pantalla del televisor se presentaba una especie de máquina de ejercicios, sobre ella una mujer desnuda y llena de aceite para el cuerpo. La máquina en cuestión no era otra cosa que un mecanismo que permitía colocar en la punta de un tubo metálico un pene de goma, el cual obedecía a las leyes mecánicas del movimiento. Iba y venía constantemente empujado por un ingenioso sistema que lo convertía en un "Bobby" automático.
"Adiós a los dolores de muñecas y al cansancio de mis brazos por tener a Bobby dentro de mí", pensó Sandra. El aparato acabaría por completo con las difíciles posiciones que tenía que adoptar para que su "amante" la poseyera. Sus ojos se quería salir al ver aquel aparato en funcionamiento. Ese "Bobby" entraba y salía de la vulva de la actriz a quien el placer parecía no dejarla vivir. Pero había más. Como si aquello fuese poco, la máquina tenía velocidades reguladas, lo que le permitía ir de un movimiento lento y sensual a un vigoroso y animal ritmo que era imposible que un verdadero hombre pudiera alcanzarlo y mucho menos mantenerlo por tanto tiempo.
En la mente de Sandra se estaban dibujando las horas que pasaría sentada en su "máquina del sexo" siendo poseída hasta el cansancio por su amado Bobby. El almuerzo en el restaurante que ambas tenían planeado se redujo a un sándwich de jamón y queso con una lata de Coca-Cola, mientras, sentadas frente a la computadora de Norys, ambas buscaban en la Internet quién podía proveerlas de un aparato como ese. Bobby pronto alcanzaría otro nivel como amante.

Sexo furtivo


Como todas las tarde, Miguel bajaba las escaleras mecánicas que lo dirigían desde el local donde tiene su tienda hasta la feria de comida en el centro comercial más grande de la ciudad. Iba distraído viendo a la gente caminar. De pronto, una mirada lo sacó de su absorto letargo: era una morena clara de cabello largo, delgada pero voluptuosa. Llevaba una cola de caballo en su cabello negro azabache, unos jeans desteñidos y una blusa blanca. Una mujer muy bella como para estar mirándolo a él, pero la mirada que le clavó fue de pronóstico.
Por momento él pensó que se trataba de alguien que lo había confundido con otra persona, pero se dio cuenta de que la mirada no era de ese tipo, de quien busca en los ojos de alguien recordar de dónde lo conocía. Se trataba de una mirada lasciva, persuasiva que hurgaba más allá del simple hecho de mirar a alguien. Miguel sólo respondió con una mueca de su boca, sin más ni menos. La mujer siguió viéndolo hasta que ella se perdió entre el tumulto de personas en el centro comercial. Miguel terminó de bajar las escaleras y trató de seguir el rastro de la mujer de la mirada penetrante, pero no logró ver siquiera el celaje.
Continuó su camino hacia la feria de comida, haciendo la cola justo al frente de una cadena de comida rápida. No dejó de pensar en la mujer; le llamó mucho la atención que ella lo mirara de esa forma, pero le dio olvido y se sentó a comer su sándwich.
Al concluir con su almuerzo, se levantó de la mesa, caminó hasta el bote de la basura y depositó en él los desperdicios de su almuerzo. Justo al frente de donde se encontraba parado, en la mesa más cercana a aquel lugar, la mujer de antes, saboreando una barquilla de mantecado y fresa lo miraba, con la misma mirada que lo había sacado de concentración minutos atrás.
"¿Qué vaina es esta?", pensó. Le quitó por momentos la mirada a la mujer de encima y caminó hacia otra dirección, pero se detuvo. Tardó un par de segundos en decidirse qué era lo que iba a hacer y se devolvió sobre sus pasos. La mujer se había levantado de la silla y se dirigía hacia él. Tragó grueso y la esperó, no podía hacer nada más.
—¿Te parezco conocida? —Preguntó la mujer, mientras le daba una chupada a la barquilla, parada justo al frente de Miguel.
—Era lo mismo que iba a preguntarte —dijo, con una voz baja y serena, como tratando de darse confianza—. Hace rato que me miras y no sé quién eres.
—Yo no tengo la menor idea de quién puedas ser tú, pero me pareces muy simpático y por eso no puedo dejar de mirarte.
Tanta sinceridad dejó perplejo a Miguel, pero no se cohibió de seguir adelante con la charla.
—¿Cómo te llamas? —Preguntó él.
—Cristina, pero mis amigos me llaman "Tina". ¿Y tú?
—Miguel.
Cristina no dejaba de lamer y chupar su helado, parada frente a Miguel.
—¿Quieres? —Le dijo ella apuntándole la barquilla a su cara.
—No, gracias.
Ella volvió a darle una chupada a la barquilla, pero esta vez más lenta y sugestivamente. El pene de Miguel dio un respingón dentro del pantalón. Ella pareció haberlo notado, porque se llevó la barquilla hasta donde pudo dentro de su boca. Miguel rió nerviosamente, como intentando darle una explicación a lo que acababa de ver. Pensó que se trataba de una loca, una demente sexual que se había escapado de algún manicomio. Al ver su actitud, Cristina lo acompañó en la risa, como para tratar de darle confianza y demostrarle que sólo se trataba de un juego.
—OK. ¿Dónde está la cámara escondida? —Preguntó Miguel.
Eso le causó mucha risa a Tina.
—¿Tienes que trabajar? —Preguntó ella.
—Realmente debo atender mi tienda en el centro comercial. Dejé sola a la muchacha encargada.
—No me puedes regalar un par de minutos. Quiero conocerte mejor. Quiero saber quién está detrás de esos hermosos ojos verdes.
Miguel era un muchacho de 28 años, de piel blanca con el cabello castaño, de ojos claros heredados de su madre de origen español. Sus ojos eran sus mejores atributos, y aunque había aprendido a usarlos en sus tácticas de seducción para conquistar mujeres, aquella tarde Tina le había hecho olvidar sus técnicas.
Por momentos dudó, pero sus instinto varonil le ordenó quedarse un rato con aquella mujer. Quizá podría conseguir su número mientras charlaba y así logar a una cita a futuro. Pero las cosas no serían ni remotamente parecidas a lo que él había soñado.
Se sentó con la chica a charlar. Ella terminó su barquilla y seguía hablando amenamente con Miguel. Él, aunque preocupado por volver lo más pronto posible a su tienda, seguía hablando con Tina.
—¿Eres casado?
—No, pero estoy comprometido.
—Qué lástima...
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, no es raro que un hombre como tú ya haya sido "capturado".
Miguel rió ante la respuesta de Tina.
—¿Serías capaz de tener una aventura conmigo?
La pregunta sacó de balance a Miguel. Jamás pensó que alguien a quien recién estaba conociendo le hiciera este tipo de preguntas. No hizo más que reír, no podía hacer otra cosa. Pero la cara de Tina lo hizo volver a la seriedad de la pregunta. Cesó su risa y la miró a los ojos.
—¿A qué te refieres con "una aventura"?
—Una aventura, ¿no entiendes? Hacer algo alocado sin que nadie se entere.
—¿Cómo qué?
—Como hacer el amor en un baño público.
Ya la cosa estaba tomando otro color, pero a Miguel no le convencía que esta mujer, bella y bien buena le estuviese hablando de irse a tirar al baño del centro comercial. Se levantó y sin despedirse se fue. Tina lo detuvo agarrándolo por la mano.
—¿Por qué te da miedo? —Le preguntó ella.
—No es miedo, es que me parece una locura que tú te me estés regalando así nada más.
—¿Regalando? ¿Qué tipo de mujer crees que soy?
—¡Ja! Bueno, no lo sé, dime tú. ¿Cómo se le llama a la mujer que se le acerca a un hombre que apenas conoce y lo invita a hacer el amor en un baño público?
—¡Qué moralista eres! ¿Y si esta conversación hubiese sido por un chat en Internet? ¿Me habrías aceptado?
Miguel frunció el ceño, como dando a entender que no comprendía nada en lo absoluto. Volvió a emprender su camino, pero Tina lo detuvo otra vez.
—Imagina que esto es un chat y que te has topado conmigo —prosiguió ella—, pero aquí no tendrás que preguntarme si soy hombre o mujer porque ya lo estás viendo.
—¿De dónde saliste tú? —Le dijo Miguel como con cierto desprecio.
—Mira, de verdad es que no te entiendo.
—Aquí quien no entiende soy yo. ¿Cómo se te ocurre venir a proponerme eso a mí, aquí y con minutos de habernos conocido?
—Vuelvo a lo del chat. Si estuviésemos en Internet y te propongo lo mismo estarías con una erección de puta madre y con ganas de cogerme cuanto antes. Pero, la diferencia es que ahora estoy aquí, frente a ti, de carne y hueso, sin nada que preguntarme, sólo debes decir que sí y en unos minutos estaremos follando como conejos.
Miguel seguía sin entender aquella situación. Por momentos llegó a pensar que se trataba de una broma de unos amigos y que lo estaban grabando para después mostrarle el video a su novia. Aunque quería echar adelante la propuesta de Tina, el miedo por ser víctima de una broma pesada lo mantenía al margen de la situación.
—Oye una cosa, corazón —dijo Miguel—, yo voy a hacer como si esto nunca pasó y me iré sin verte. Trata tú de hacer lo mismo.
—¿No lo entiendes? —Le dijo Tina mientras lo detenía una vez más tomándolo por su brazo.
—De verdad que ya no quiero seguir con esto —le dijo Miguel a Tina—, por favor ya no me molestes o llamo a los de seguridad.
Aquel acoso había puesto a Miguel en alerta. Esta vez avanzó sin ser detenido por Cristina. Dio unos cuantos pasos y se detuvo una vez más. Giró sobre sus tobillos y volvió a mirar a Tina a su cara.
—¿Quién eres tú? —Preguntó Miguel, ahora con un tono más sutil.
—Nunca en mi vida te había visto —respondió ella—, no tengo idea de quién eres, sólo sé lo que me has dicho de ti en los pocos minutos que tenemos conociéndonos, pero hay algo en ti que me atrae y no puedo evitar decírtelo. Disculpa tanta sinceridad, pero soy así de franca.
Tina se fue acercando a Miguel a medida que le hablaba.
—No soy una puta, si es lo que quieres saber —prosiguió—, tampoco soy parte de un juego macabro que busca que caigas para luego acusarte con tu novia, si es verdad que la tienes...
Aquella cara angelical hablándole tiernamente había ablandado a Miguel. Aunque lo seguía dudando, se dejó tocar una vez más por Cristina en el hombro. Y él puso la cara externa de sus dedos en la mejilla de ella. Era el primer contacto físico entre ambos. Tina sabía que había avanzado y Miguel estaba consciente que lo que vendría después podría ser motivo de preocupación, pero siguió adelante.
—¿Tienes condón? —Preguntó ella.
La pregunta volvió a molestarle a Miguel e intentó separarse de Tina, pero ella lo volvió a tomar por el brazo diciéndole que era mentira, que estaba bromeando.
Caminaron juntos un rato, viendo vidrieras en el centro comercial. Ella le iba contando que se había graduado recientemente de licenciada en Administración y que ya había introducido su currículo en varias empresas pero sin mucha suerte; que vivía sola en un apartamento en el lado Oeste de la ciudad y que a su último novio lo había dejado hacía tres meses por infiel.
Miguel le contaba que su novia quería casarse ya, pero que él no se sentía preparado para dar ese paso, aunque sabía que era esa la mujer de su vida. Tina lo aconsejó y él aceptó con gusto el comentario. Fue una charla bien amena, y tardaron unos 40 minutos en recorrer parte del mall.
Al cabo de ese tiempo, ella le pidió que la acompañara a su carro porque tenía que irse. Bajaron al estacionamiento y ella presionó su llavero para que la alarma de su BMW X3 se desactivara. Miguel sintió que su mandíbula se le desprendía del asombro de ver a aquella mujer subirse a tan imponente vehículo.
Ella abrió la puerta y se subió al carro, mientras él se quedaba afuera esperando que ella encendiera el motor y bajara el vidrio ahumado. Miguel colocó sus codos en el borde de la puerta y acercó su cara a la de Tina. Increíblemente toda la repulsión que sintió por Tina minutos antes por tildarla de puta y chica fácil, se había esfumado como por arte de magia al verla manejando aquel vehículo de 120 mil dólares.
—¿Cuándo nos volvemos a ver? —Preguntó Miguel.
Tina sonrió, como adivinando el cambio de actitud de Miguel.
—Es extraño oírte preguntar eso —dijo ella—, cuando minutos antes estabas reacio a verme o a tener algo conmigo.
—No quiero verte otra vez para acostarme contigo, sólo que quiero seguir conociéndote.
—Sí, claro. Bueno, anota mi número.
Miguel sacó su celular para anotar el número, pero Tina se lo quitó de las manos.
—Yo te lo anoto —le dijo—.
Y comenzó a escribir en el teclado numérico del celular. Al concluir, se lo entregó en sus manos y Miguel lo introdujo en el estuche que colgaba de su cinturón.
—¿Quieres subir y darme unos besos?
—No pierdes tiempo, muchacha —dijo Miguel mientras reía.
Sin pensarlo mucho se subió al carro y comenzó a besar a Tina. Sus besos eran húmedos, no podían ocultar las ganas que se tenían, ganas que fueron en aumento mientras caminaban por el mall y que después de verse en el estacionamiento sólo fueron en aumento acelerado. Miguel no perdió tiempo y hurgó dentro del pantalón de Tina buscando su vulva, a la que encontró empapada en jugos vaginales. Un pequeño gemido se dejó escuchar entre el ruido del aire acondicionado del carro y los besos de ambos: había sido Tina, quien sintió la mano fuerte de Miguel poseyéndola. Ella buscó su cuello para morderlo, logrando encender aún más a su hombre.
El asiento de adelante era muy incómodo para lo que pretendían hacer, así que fueron a dar de un brinco a la parte trasera. Tina empujó el espaldar del asiento hacia atrás, logrando ampliar el espacio de acción.
Ella se dejó caer de espaldas mientras Miguel le desabrochaba el pantalón. Su piel erizada por el contacto físico le era placentera al tacto de Miguel y ella disfrutaba cada lamida, cada beso y cada roce que él le regalaba. Despojada del pantalón, Tina se fue quitando lentamente el pequeño hilo dental blanco que llevaba puesto. Cualquier cosa que dijeran en ese momento sería un verdadero desperdicio, era mejor hablar con el lenguaje del sexo, que se traducía en placer absoluto.
Miguel había olvidado por completo el macabro juego que antes había pensado que se trataba todo esto. Tina brindaba con su placer el triunfo obtenido al poder tener sexo con Miguel.
Él tocó con sus dedos los labios vaginales de Cristina, estaba hirviendo y casi palpitaba cual corazón aquella zona del cuerpo de ella. La humedad de la zona le permitió frotar el clítoris y los labios menores, provocándole una ráfaga de gritos a Tina.
—Mételo, por favor —le pidió Tina con vehemencia—. No aguanto más...
Aquella más que sugestiva frase puso a Miguel a millón, pero decidió tomárselo con calma. En vez de avanzar sobre Tina y poseerla de inmediato, decidió lamer y morder el clítoris que segundos antes había estado preparando para un inminente orgasmo. Al sentir la lengua ardiente de Miguel en su vulva, Tina arqueó su espalda y abrió sus piernas para aceptar los placeres orales de su furtivo amante. Cada pase de la lengua de Miguel sobre su clítoris le provocaba a Tina una serie de espasmos físicos y una sensación de inconsciencia, que llegaron a su punto más álgido cuando él decidió chupar en vez de lamer. Un grito se escapó de la boca de ella, ya no lo podía seguir guardando en sus entrañas. El orgasmo se había hecho presente.
Sabiendo que ya la excitación de Tina había llegado a un punto bien elevado, Miguel comenzó a desvestirse, quitándose primero la camisa de botones y luego el pantalón de drill que llevaba puesto. Tina se apoyó sobre sus codos para ver a Miguel desnudarse, mientras que su respiración iba disminuyendo el ritmo frenético que había alcanzado con el orgasmo. Ella no dejó que Miguel se quitara el boxer de rayón que llevaba puesto, casi de un manotazo lo despojó de él y pene en mano se dispuso a chupar y lamer aquel miembro viril. Sentía un tipo de deuda con él por lo maravilloso que había sido el sexo oral que le había propinado minutos antes, por lo que se dio con furia en busca del mejor de los placeres posibles para su amante. Miguel, incómodo por la posición, arrodillado y con su cuello doblado por la baja altura del techo del vehículo, decidió colocarse acostado, tal cual como estaba Tina. Ella, se ubicó por delante de él y siguió su afanosa labor de felación. Se introdujo el pene hasta su base y en más de una oportunidad sintió náuseas, pero no dejó de lamer y chupar el pene de Miguel, que estaba a punto de estallar. Fueron unos 3 ó 4 minutos los que estuvo Tina chupando aquel pene, mientras que Miguel intentaba soportar la sensación de eyaculación que en más de una oportunidad sintió. Dentro del carro sólo se escuchaban los sonidos de chupa de Tina, los quejidos de Miguel y la salida del aire acondicionado por los ductos internos del vehículo.
Tina decidió que ya había esperado lo suficiente para ser poseída, y ella misma se abalanzó sobre Miguel para que su pene fuese a dar a lo más profundo de su vagina. Él, poco o nada pudo hacer, ni quiso hacer para evitar la penetración, así que simplemente acompañó a Tina en su acompasado movimiento de cadera que permitía que el pene de Miguel entrara y salieron con suavidad, lubricándose cual fierro mecánico con los jugos vaginales de Tina que eran cada vez más copiosos. A pesar del tamaño del pene de Miguel, grande para la boca de Tina, la vagina de ella se amoldaba cual guante para recibir los beneficios del coito profundo que le propinaba aquel miembro rígido y venoso.
Ella se despojó de su blusa y sostén, dejando al aire sus naturales senos que se meneaban al ritmo de sus movimiento y que Miguel acarició con fiera ternura, levantando su cabeza para poder chuparlos de vez en vez.
El ritmo fue aumentando y los minutos seguían pasando. Ya el baile de caderas había quedado atrás, dando paso a un frenesí de contorsiones corporales por parte de ambos, hasta que el segundo orgasmo de Tina se hizo presente. Por momentos hubo una pausa que Miguel no entendió. Después un líquido tibio y abundante comenzó a emanar de la vagina y Miguel no sabía de qué se trataba. El fluido corporal de Tina comenzó a correr; primero bañó por completo el pene y los testículos, luego siguió su deslizamiento gravitatorio hasta humedecer las piernas y el improvisado colchón que usaban como cama dentro del carro. Miguel se sintió tentado de preguntarle a Tina si se había orinado, pero prefirió tocar el mismo el líquido en cuestión con sus propias manos: se trataba de una sustancia acuosa, ligeramente espesa, que por alguna razón que él desconocía había emanado desde dentro de la vagina de Tina. Mientras, ella llevaba adelante y atrás su cabeza, como tratando de buscar un respiro que le permitiera recuperarse de aquel envión de sensaciones agradables y placeres descontrolados.
Una sonrisa de Tina fue lo que hizo que Miguel entendiera que lo que había pasado no era para nada malo. Sabiendo esto, decidió cambiar de posición y colocar a Tina acostada, pero ella quiso ponerse de espaldas a él, con su cuerpo extendido a lo largo del asiento. Levantó sus nalgas y dejó que Miguel introdujese su pene dentro de su vagina una vez más. El movimiento fue ahora más intenso por ser él quien le propinara los impeles a ella. Con los brazos apoyados en el asiento, Miguel metía y sacaba con fuerza el pene de la vagina lubricada de Tina. Ella levantaba y bajaba sus caderas de manera de proporcionar más movimiento al asunto. De pronto, ella cerró las piernas y le dio un "apretón" al pene de Miguel con su vagina. Al cabo de 10 segundos la eyaculación de Miguel fue inminente, casi no pudo sacarlo justo antes de que el chorro de semen saliera de su pene, bañando con él el cuerpo desnudo de Tina, quien se enjugó la esperma con sus manos y le propinó una última mamada al miembro de él, como para cerrar con broche de oro la suculenta merienda sexual de ambos.
Tina abrazó a Miguel, quien había caído de bruces sobre el asiento. Con su brasier se limpió el semen de él y se levantó para comenzar a vestirse. Miguel la emuló. A pesar de el aire acondicionado, el sudor en sus cuerpos era el evidente resultado de sus afanosos movimientos sexuales.
Luego de estar completamente vestidos, él se bpasó al asiento de adelante, mientras que Cristina ocupaba el puesto del piloto moviéndose dentro del carro. Una vez sentados allí, se miraron a los ojos, ella respiró profundo y botó el aire con violencia, levantándose el cabello que caía en su frente, el se sonrió y le dijo que había sido increíble, y que la llamaría pronto. Despidiéndose con un beso en la boca, Miguel se apeó del carro mientras que Tina lo ponía en marcha.
Al saber que ya ella había abandonado el estacionamiento, Miguel decidió subir a su tienda. Viendo su reloj, se dio cuenta que había invertido 2 horas 30 minutos en aquella destellante relación sexual que había comenzado en la feria de comida.
Al llegar al piso donde se encontraba su tienda, Miguel observó extrañado que había mucha gente apostada frente a la tienda. Confundido por la escena, apresuró el paso para entrar y darse cuenta de que algo andaba mal. Dentro del local, un grupo de personas del personal de seguridad del centro comercial interrogaban a la encargada, quien al ver a Miguel estalló en llanto.
—Señor Miguel, ¿donde estaba? —Preguntó la encargada mientras las lágrimas salían de sus ojos—. Lo he llamado no sé cuántas veces.
Miguel miró a su alrededor como tratando de buscar una explicación a lo que había pasado. Al ver la caja registradora abierta y sin un centavo dentro, se convenció de lo que había ocurrido.
—¿Es usted el dueño de la tienda? —Preguntó unos de los agentes de seguridad del mall.
—Sí, ¿qué sucede?
—Al parecer un par de hombres armados entraron a la tienda y le pidieron a la encargada que le entregara todo el efectivo que tenía en caja. Además de eso, entraron al depósito en donde usted tiene su caja fuerte y sustrajeron lo que ahí había. ¿Puede decirme qué tenía allí?
Con una cara de lunático, Miguel le respondió al oficial que dentro de la caja fuerte habían unos dólares, entre 15 mil y 16 mil, cree. Además de unas joyas de su novia y suyas que había decidido guardar hacía pocas semanas en ese lugar.
—¡Válgame Dios! —Bramó el agente de seguridad—. Estos ladrones sí que se llevaron un buen botín. Y yo que pensé que lo de la caja sería su mejor recompensa. Bueno, ya las autoridades están por llegar.
—Pero, espere un momento, señor agente —interrumpió Miguel, alejándose junto con el hombre de la caja registradora y del resto de las personas allí presentes—, ¿en qué momento ocurrió esto?
—Al parecer las personas que entraron a robar a la tienda esperaron que usted se alejara, quizá cuando fue a comer, e irrumpieron llevándose todo el botín. No soy un experto, pero supongo que era gente que conocía muy bien a la tienda y que tenía alguna conexión con alguien aquí.
—¿Sospecha usted de la encargada?
—No quisiera, pero en estos casos todos son sospechosos.
—La verdad que no lo creo, ella está conmigo desde hace tiempo y jamás ha sido capaz de robarme un céntimo.
—Bueno, señor, le repito que no soy experto, sólo fue un comentario...
Miguel, aturdido por lo ocurrido, fue a hablar con la encargada, quien era un verdadero mar de lágrimas.
—Señor Miguel —habló la muchacha sollozando—, fue horrible. Después que usted se fue a comer, como unos 30 minutos más tarde, entraron unos hombres con cara de matones y una pistola en sus manos. Me pidieron que abriera la caja registradora, mientra le daba la plata a uno de ellos el otro entró al depósito y salió después con una bolsa en sus manos gritándole al otro que ya estaba listo y que se fueran. Yo me quedé en una pieza al verlos salir y lo primero que hice fue llamarlo, pero su celular estaba apagado, creo que le dejé un mensaje.
Frunciendo el ceño Miguel tomó su celular del estuche que colgaba en su cintura y se dio cuenta que lo que le decía la muchacha era cierto. "Pero, ¿cómo?", se preguntó. En ese momento recordó que le había dado el celular a Tina para que registrara su número. "¿Habrá sido ella?", volvió a preguntarse. Encendió el celular y buscó el nombre de Tina. No estaba registrado, ni ningún número nuevo, ni siquiera por el nombre de Cristina. De repente un anuncio apareció en la pantalla de su celular, era el buzón de voz. No le dio importancia y cerró el teléfono. En ese momento llegaban los oficiales y detectives de la policía.
—¿Es usted el encargado? —Pregunto el hombre de chaqueta de cuero negro, camisa y corbata que entraba al local.
—Sí, soy el dueño —respondió Miguel.
—Me informaron de un robo a mano armada. ¿Qué se llevaron, señor...?
—Miguel, Miguel Álvarez. Además del efectivo del día, unas joyas que estaban dentro de mi caja fuerte y unos 15 mil dólares en efectivo.
El silbido del policía evidenció su asombro.
—Y, ¿dónde se encontraba usted mientras robaban su tienda?
—Estaba almorzando.
—¿A qué hora exactamente salió a su almuerzo?
Mientras preguntaba, el agente de la policía anotaba en una libreta de mano cada respuesta que Miguel le iba dando.
—Debo haber salido cercano a las 12 del mediodía, creo.
—Y regreso...
—Hace unos minutos...
El agente observó su reloj y levantando sus cejas se dirigió a Miguel.
—¿Casi tres horas de almuerzo?
—Bueno, este... estuve haciendo otras cosas, además de almorzar.
—¿Qué cosas?
—Cosas personales, evidentemente.
—Disculpe que le insista, señor Miguel, pero estamos hablando de un robo y, aunque usted sea la víctima, debo indagar hasta el más mínimo detalle.
Tomando al policía por el hombro, Miguel se lo llevó a un rincón de la tienda donde pudo hablarle más en privado.
—Resulta —prosiguió Miguel—, que mientras almorzaba conocí a una mujer bellísima que, aunque no lo crea, me invitó a hacer el amor.
Apartándose un poco de Miguel el agente lo miró a los ojos, como queriéndole decir que no le creía.
—Es cierto —le dijo Miguel—, créame. La mujer se puso a atacarme y yo pensé que estaba tratando de jugarme una broma o algo por el estilo. Lo cierto es que le seguí el juego y estuve hablando con ella un rato mientras caminábamos por el centro comercial.
—Y, ¿en eso consumió usted tres horas de su día, señor Miguel?
—Evidentemente no. Lo que sucede es que después de hablar un rato, la acompañé a su carro en el estacionamiento. Tiene una camioneta BMW, algo maravilloso que yo ni haciendo milagros podría tenerla. Y a que no adivina qué...
—Le invitó a hacer el amor dentro de ella...
Frunciendo el ceño, extrañado por el comentario, Miguel asintió con la cabeza.
—¿Y estuvo allí tirando con esta mujer hasta ahorita?
—Pues, sí...
—Permítame decirle algo, señor Miguel. Usted ha sido víctima de un robo cuyo modus operandis es distraer al dueño o encargado de un local comercial mientras otros malechores irrumpen armados despojando de valores a la tienda en cuestión.
Absorto con lo que le acababa de decir el policía, Miguel trataba de encontrarle sentido al asunto. Su mente era una máquina procesadora de información que trataba de hallar un algoritmo lógico para todo este asunto. Volviendo en sí, miró al policía.
—¿Está usted seguro, señor agente?
—Por lo que me está contando, creo que sí... Aunque debo reconocer que es la primera vez que escucho que la técnica de distracción es invitarlo a hacer el amor dentro de un BMW, vaya que se han vuelto ingeniosos estos ladrones. Eh... disculpe la pregunta, pero, ¿estaba buena la mujer?
Espabilando, como tratando de encontrar sentido a la pregunta, Miguel miró al policía y lo único que le respondió fue: "Y tira como una diosa".
A los ladrones no les costó mucho abrir la caja fuerte de la tienda, porque esta no tenía un muy sofisticado sistema de blindaje. La mujer fue grabada por las cámaras del centro comercial, pero no pudieron ubicarla por registros en ninguna parte.
Al cabo de las horas, la novia de Miguel llegó a la tienda y lo encontró sentado en el piso...
—Mi amor —le dijo ella al verlo, corriendo a donde estaba para abrazarlo—. No importa qué pasó ni qué se robaron, lo importante es que tú estás bien; lo demás se recupera.
Miguel se recostó del regazo de su novia, como tratando de encontrar allí respuestas a las miles de preguntas que aún revoloteaban en su cerebro.
—No te enfrentaste a los malandros, ¿verdad mi amor?
Miguel negó con la cabeza.
—Menos mal.
En eso se acerca la encargada de la tienda y le dice a la novia: "Menos mal que tardó tres horas en volver del almuerzo, porque si no estoy segura que el señor Miguel los habría enfrentado".
Miguel subió el rostro para ver a la muchacha que con cara de orgullo miraba a su jefe...
—Mi amor —pregunta la novia—, ¿dónde estabas tú cuándo robaron la tienda?
Con cara de yo no fui, Miguel intentó explicarle a su novia —sin mucho éxito— qué estaba haciendo él durante todo ese tiempo fuera de su tienda... En ese momento suena su celular.
—"Hola" —dice una voz femenina al atender—. Debes estar tratando de explicarte a ti mismo cómo pasó todo esto.
Confundido y mirando a su novia a los ojos Miguel trató de identificar a la voz: era Tina.
—Bueno, lo cierto es que te quedó una moraleja en todo esto. Espero valores lo que tienes y que no sigas siendo tan débil de mente. Ah, y gracias... por los orgasmos.
Un bip cortó la llamada y lentamente Miguel fue bajando el celular de su oreja, mientras boquiabierto miraba a su novia a los ojos mientras esta le preguntaba: "¿Quién te había llamado?"

La mejor fiesta de mi vida

¿Les había contado de la vez que me invitaron a una fiesta de lesbianas? Creo que no.
Sucedió después de haber tenido dos o tres meses de haberme mudado a este apartamento donde vivo ahora. Había hecho pocos amigos hasta entonces, sólo Manuel, el hombre más fanático del deporte que haya conocido jamás, era mi único pana para ese momento. De vez en cuando subía a su apartamento en el piso 12 para ver un juego y tomarnos unas cervezas. Su "cueva", como él mismo le llamaba a su apartamento, estaba forrada de banderines de equipos de fútbol europeo, afiches gigantes colgaban de las paredes con fotos de jugadores de las Grandes Ligas, la NBA y un sinfín de souvenirs y demás artículos deportivos por doquier.
Fue precisamente en una de esas noches de visita en casa de Manuel cuando, bajando a mi apartamento en el décimo piso, me topé en la entrada del ascensor con el par de mujeres que les paso a describir: una, la más joven, era una muchacha como de unos 23 ó 25 años, delgada, de rasgos muy finos y delicados, piel blanca como la nieve, cabello rojizo y con rulos. Sus ojos eran grandes y hermosos, sus pestañas largas y seductoras; su boca de labios gruesos, que hacía un espectacular juego con su nariz respingada y delicada. La otra, una morena, como de 30 ó 32 años, alta, de cabello negro planchado, de un hermoso rostro y una mirada penetrante, sus pechos era lo más resaltante de su cuerpo. Las dos salieron del elevador riendo a todo pulmón, casi sin poder mantenerse de pie. Yo pasaba justo por el frente cuando las puertas se abrieron y ellas salieron, tomadas de la mano, como intentando sujetarse una a la otra para no irse directo al piso producto de la risa. Al verme, intentaron enseriarse, pero fue en vano, siguieron riendo, ahora con más fuerza, parecía que mi cara de asombrado les había acelerado la risa. Estaban algo tomada, era evidente. Su risa me contagió y comencé a reír, pero no al nivel que ellas tenían. Simplemente me sonreí con ella y continué mi camino. A mis espaldas ellas siguieron con su fiesta de chistes que sólo ellas entendían. Yo abrí la puerta de mi apartamento y entré, colocándome de inmediato detrás de la puerta para observarlas a través del "ojo mágico". Se quedaron en el pasillo riendo, abrazadas como unos amigos borrachos. Al cabo de unos segundos se decidieron a entrar a su apartamento, que estaba justo al lado del mío.
Como sabrán, yo jamás las había visto hasta ese día y no volvería a hacerlo hasta después de un par de semanas cuando en el estacionamiento las vi una vez más. Iban elegantemente vestidas, como si estaban invitadas a una fiesta de gala en el castillo de los reyes. Se veían realmente bellas. Yo me quedé parado en el estacionamiento viéndolas con la boca abierta. Se subieron a una camioneta que manejaba un tipo y se fueron.
No tardé más de unas horas en preguntarle a Manuel, quien tenía más años que yo viviendo allí, si conocía al par de chicas. "Creo haberlas visto unas dos o tres veces. No sé mucho de ellas, son medio misteriosas", fue lo único que me dijo de ellas, pero me bastó para interesarme aún más en ese par. Comencé a montarle cacería los fines de semana, me instalaba en la puerta hasta altas horas de la madrugada para esperarlas cuando llegaran y mirarlas a través del ojo mágico de la puerta. Así pasé unos tres fines de semana y nada. Me quedaba dormido o nunca llegaban. Definitivamente, era un par misterioso.
Pero como siempre las causalidades ocurren, pasó lo que me motivó a escribirles ahora. Estaba yo en mi casa, sentado frente a la TV de la sala, con una caja de pizzas sobre las piernas, una cerveza sobre la mesa y el control remoto cambiando los canales entre el fútbol y el béisbol, cuando de pronto escuché un estruendo en el pasillo. Solté todo lo que tenía en mis manos y me abalancé sobre la puerta para observar a través del "ojo mágico": las chicas estaban entrando a su casa con un grupo de personas, entre hombres y mujeres. Supuse que sería una fiesta. Por momento pensé en salir y esperar a ver si me invitaban, pero sabía que era un absurdo pensar eso y me devolví a mi sillón.
Pasaron unas dos horas, el juego terminó y mis cervezas se acabaron. Decidí salir a buscar más del vital líquido. Pasé con disimulo frente a la puerta del apartamento de las lesbianas, para escuchar algo. La música era estridente y a todo volumen. Con dificultad pude escuchar una que otra voz que intentaba sobreponerse a la música. No pasó nada extraño y seguí rumbo a la licorería.
De regreso, cervezas en mano, el ascensor abrió sus puertas y frente a mí estaba la pelirroja, con una amiga a su lado, no era la morena, era otra, una rubia. Ella me vio y, quizá por cortesía o por educación, me saludó con una sonrisa. Yo le respondí y me bajé del ascensor. Nuestras miradas se quedaron enganchadas por unos segundos mientras nos movíamos. La rubia ni se inmutó. Yo caminé hacia mi apartamento y me metí a seguir pegado de la TV. Ellas entraron al apartamento de donde salía la música.
Pasadas 2 horas después de aquello, ya me dolía el ojo de tanto ver a través de agujero de la puerta. Nadie salía ni nadie entraba. Hasta que pasó algo que de verdad pagó con creces el tiempo que había invertido allí. La puerta se abrió de pronto, lo supe porque la música aumentó su volumen de pronto. Me asomé a ver quién salía y lo que vi no lo podía creer. Dos mujeres, jóvenes, de unos 20 ó 22 años, salieron dándose besos en la boca. Una acorraló a la otra contra la pared y la besaba con desespero. La otra, respondía a los besos con igual frenesí, mientras acariciaba las nalgas de su amiga. Nadie salía del apartamento y aquel par se comía en pleno pasillo. Las caricias aumentaron su nivel y de la boca pasaron al cuello y a los senos. La escena era más que estimulante y a punto estuve de salir para entrar en acción, pero ese miedo recurrente ante situaciones de este tipo me hizo mantenerme donde estaba.
Al cabo de unos 5 minutos, una tercera mujer salió de la fiesta; era la morena amiga d ela pelirroja. Sonriendo, les pidió al par de lesbianas que volvieran a la fiesta. "Ey, la cosa es aquí dentro", les dijo y se metieron al apartamento cerrando la puerta una vez más. "¡Coño de la madre!" Pensé. Si antes no me había despegado de la puerta, ahora jamás lo haría.
Pasaron unos 40 minutos más y volvió a salir gente del apartamento, pero nadie con actitud sexual. Una pareja salió, cerró la puerta y tomo el ascensor. Nada anormal.
Ya eran las 3.30 de la madrugada. EL sueño comenzó a apoderarse de mis ojos, pero las ganas de saber qué más podía pasar me mantenía despierto y de pie. Entonces fui más arriesgado: apagué todas las luces de mi apartamento, de manera de dejarlo completamente a oscuras. Puse mi sillón de ver TV frente a la puerta abierta dejando ante mis ojos todo el pasillo del edificio, únicamente la reja de mi apartamento interrumpía la vista hacia la puerta del apartamento fiestero. Sentado ahí, en donde estaba más que seguro nadie me podría observar, camuflado entre la oscuridad, me senté a esperar.
Los minutos pasaron y el sueño me venció. Quedé rendido sobre el sofá. De repente, un ruido me despertó. Había sido la música que una vez más subió repentinamente. Salió una pareja, copas en mano. El hombre estaba bien ebrio y la mujer sólo vestía un ajustado vestido de cuero rojo de falda muy corta. La mujer empujó a su hombre contra la pared y lo besó. "Habrá acción", pensé; pero realmente me quedaría corto. El hombre comenzó a desnudar a la chica, quien a simple vista se veía muy excitada, pero no dejó que el tipo la desnudara allí. Entonces el hombre intentó llevársela, pero ella lo detuvo y le agarró el pene por sobre el pantalón, encendiendo al hombre de inmediato. El tipo no lo pensó dos veces y ahí mismo se sacó su miembro, erecto. Acto seguido, la chica lo tomó, arrodillada frente a él, y se lo llevó a la boca, comenzando una enérgica felación en pleno pasillo. El tipo se retorció de placer y la mujer casi que se comía el pene de su pareja. No tardó mucho en llegar la eyaculación del hombre. La mujer se levantó del piso, lo miró, recogió su cabello y se lo llevó hacia el ascensor en donde se perdieron de mi vista.
La puerta del apartamento había quedado abierta, dejando escapar el sonido de la música y la cháchara de muchas personas que aún estaban dentro. Se escuchaban gritos, gemidos, alaridos y voces de todo tipo. La tentación me empujó a levantarme de mi puesto.
Con el mayor de los sigilos y con mucho miedo, abrí la reja de mi apartamento, caminando de puntillas hasta llegar a la puerta del pernicioso apartamento de mis vecinas. Asomarme como un mirón no sería la mejor de las estrategias, así que decidir pasar como cualquier otro, como si fuesen las 12 del mediodía y pasaba por una de las tiendas del centro observando sus vidrieras. ¿Preparados para enterarse lo que ahí dentro había? Ahí les voy (trataré de ordenar mi mente para ser lo más detallista posible): El piso del apartamento está alfombrado, no hay muebles como tal, sólo un enorme sofá estaba colocado contra la pared izquierda del apartamento, allí, varias parejas fornicaban sin mayor distracción. Frente a ellos y sobre la alfombra, dos o tres parejas las imitaban en diferentes posiciones. No había otra mueble en toda la casa, salvo algunos bancos tipo bar que estaban por aquí y por allá. Algunas de las personas que no se encontraban en los actos sexuales, veían a los fornicadores desde su asiento con el trago en su mano. Unos reían, otros se estimulaban por sobre la ropa. Hombres y mujeres por igual. Era un verdadero festín de sexo y perdición.
Yo estaba parado en el pasillo, justo al frente de la puerta de aquel apartamento, viendo aquel espectáculo. nadie se había inmutado por mi presencia allí, de hecho ya la mayoría me había visto, excepto la pelirroja. Cuando ella me vio me invitó a pasar. Salió al pasillo y me tomó de la mano. Tenía un cigarrillo en su mano y en la otra un trago verdoso. Estaba vestida sólo con la ropa interior, lo que dejaba mostrar su cuerpo fibroso y blanquecino. Entré a la "fiesta" y me dispuse a observar con detalle a la gente que ahí se encontraba. Muchas mujeres, quizá el doble de la cantidad de hombres que ahí se encontraban. Al pasar hacia la cocina, que ahora era realmente un bar, tuve otro ángulo del asunto. En el pasillo hacia las habitaciones se hallaban dos mujeres dándose placer con un pene bífido de medio metro de largo y de color rosado. Eran dos hermosas hembras con caras y cuerpos de modelos de Playboy.
—¿Te gusta la fiesta? —Me preguntó la pelirroja, a la vez que me daba una cerveza en mis manos.
Sólo asentí con la cabeza y me llevé la botella a la boca arrancándole un buen sorbo.
Algunas personas bailaban, incluso un par de mujeres se movían al ritmo de Daddy Yankee.
Ya me estaba aclimatando. Ver a las parejas tirando a mi lado se me hacía ya familiar. Cada quien estaba en su mundo y no le importaba quién o quiénes estábamos ahí, se disfrutaban su nota. Por supuesto, la droga no se hacía esperar. Sobre el mesón de la cocina un grupo preparaba "rayas" de coca que luego inhalaban ferozmente. La mayoría de los presentes se daban su vuelta por la cocina.
Las personas que allí estaban no eran de mal aspecto, por el contrario, tenían un refinado gusto para vestir y peinarse. Eran, sin duda, gente adinerada.
De pronto, entre coitos y bailes, se acerca a mí una mujer, de aspecto elegante y mirada profunda. Su cabellera negra caía sobre sus hombros, descubiertos por el escote de su vestido azul y blanco. Me miró, sonrió, y me dijo sin el menor pudor "¿te lo puedo mamar?". Reí, fruncí el ceño, aclaré mi garganta y peiné mi cabello hacia atrás con mi mano, todo esto en un segundo. La mujer arqueó las cejas, en señal de exigir una respuesta. Sólo me atreví a decir una sola frase: "Si es de tu gusto..."
Sin esperar más tiempo del que le llevase arrodillarse frente a mí, bajar la cremallera de mi pantalón, la mujer, cuyo nombre jamás supe, se llevó mi pene a su boca y comenzó a chuparlo muy despacio. Sentía que ya me iba a correr en su boca, pero los cambios de ritmo me mantenían aún entero. Me miraba mientras se llevaba mi pene hasta lo más profundo de su garganta. El rítmico movimiento de su cabeza sincronizaba a la perfección con el compás del reggetón que sonaba. De vez en cuando me llevaba la cerveza a la boca y bebía de ella. Algunas personas me miraban, pero ni se inmutaban por lo que veían.
Cuando la mujer estaba en el mejor de sus esfuerzos por hacerme acabar, apareció la pelirroja, a quien hacía unos minutos la había visto tragarse un par de rallas de cocaína con su nariz. Se acercó a mí, me besó y le pidió a la mujer que le prestara mi pene, que ella quería imitarla. Las dos ahora estaban besando y chupando mi miembro para mi mayor placer.
Yo mismo me despojé por completo de mi pantalón, quedándome únicamente con la camisa puesta. Ya era hora de que entrara en acción y dejara de ser víctima de mis amantes. Le quité a ambas mi pene y les pedí que se levantaran, la morena accedió y me dio un beso, mientras que la otra mujer sonriendo me preguntó que por qué la había detenido. Simplemente le respondí que ahora quería ser yo quien le diera placer a ellas. La mujer me miró y muy amablemente me dijo: "Yo no vine a tirar, mi amor. De verdad lo siento. Sólo vine a mamarme unos cuantos y disfrutar el rato. Quizá en otra oportunidad". Perplejo, más que excitado, le asentí con la cabeza mientras ella se alejaba de donde estábamos. Tendría que conformarme con cogerme a la pelirroja, a fin de cuantas iba más que ganando en esa negociación.
Agarré a la pelirroja por la cintura y la senté en uno de los bancos que estaban cerca de nosotros. Le abrí las piernas y le aparté su pantaleta con mi mano, pero no pude penetrarla, ella me detuvo.
—¿No vas a usar condón? —Me preguntó.
La pregunta me hizo aterrizar cuando estaba en el mejor de mis vuelos. Dios mío, ¿cómo pude haber olvidado semejante detalle?
La miré, y ella entendió que no tenía condón en ese momento. "Espera", me dijo, y se levantó del banco, fue a la cocina y sobre la mesa había un manojo de condones, tomó uno y me lo trajo. Ella misma lo colocó en mi pene y volvió al banco, abriendo las piernas para que entrara en ella. Comencé con movimientos suaves a entrar y salir de ella, pero su excitación me pedía más. Así que al cabo de pocos segundos estaba dándole con todo a la pelirroja, cambiándola de posición una y otra vez hasta. Era una mujer muy fogosa, sin dudas, y su experiencia me dio bastante satisfacción, sobre todo en el momento cuando se colocó de espaldas a mí y me pidió que la penetrara. Al hacerlo, entrecruzó las piernas, proporcionándole un "apretón" a mi pene con su vulva, algo que me produjo la eyaculación casi de inmediato.
Sonrió al verme acabar, sabía que lo lograría con esa técnica. Entonces, sacó mi pene de dentro de ella, se acercó a él y lo despojó de su capucha, y a su boca lo llevó, chupándolo y lamiéndolo. Cuando estaba en esa ardua tarea de felación, levanté mi rostro y frente a mí estaba la morena de pelo planchado. Me miraba con cierta rabia, quizá, no lo sé, sólo sé que al parecer no le gustaba que estuviese con la pelirroja. Entendí entonces que era su pareja. Pero, sin más reparo no me importó lo que ella pensara, al fin y al cabo estábamos en una orgía, ¿no?
Continuamos en la tertulia, bebiendo y de vez en cuando compartiendo el morbo de ver a otros fornicar ante nuestros ojos. Vi mi reloj, eran las 5.50 de la mañana. La pelirroja no se había apartado de mí después de haber tirado. Y eso me gustaba. Por su parte, la morena de pelo planchado, que no la había visto en toda la fiesta, no dejaba de mirarme. Me puse mi camisa y le pedí a la pelirroja que se me acompañase a mi departamento. Aceptó sin chistar y nos fuimos. No sé si la morena nos vio, lo cierto es que nos fuimos de allí.
Amanecí horas más tarde abrazado a mi pelirroja. Esa noche, después de hacer el amor y disfrutar de los placeres infinitos del sexo, pude saber su nombre: Yelitza.
Nos levantamos a no sé qué hora de la tarde, ella preparó unos sándwiches y volvimos a la cama. No se fue hasta después de las 8 de la noche.
—La verdad la pasé rico contigo —me dijo mientras se vestía—, pero me tengo que ir.
—¿Alguien te espera? —Pregunté.
—Sí, mi amiga.
—¿Es tu pareja?
—Sí, pero a veces deseo estar con un hombre y ella me lo permite.
—¿Volveremos a veros?
—¿Por qué no? Somos vecinos...
Después de eso, se acercó a mí, me besó en la boca y se marchó.
Pasaron varias semanas para volverla a ver. Ciertamente no puse de mi empeño para procurar verla una vez más, fue ella quien tocó a la puerta de mi apartamento para invitarme a otra orgía en el suyo. Con la simple excusa de volver a cogerla, me fui con ella. Pasamos la noche bebiendo y tirando.
Cuando le conté a Manuel lo que me había pasado, no lo podía creer y me pidió que lo invitara a una orgía. Hice lo que mejor pude: organicé una en mi casa, invitando a mis amigos y a las amigas de Yelitza. Mis compañeros me querían hacer un altar y las amigas de Yelitza se divirtieron mucho.
Después de varios meses de haber entrado a aquel apartamento esa noche, he organizado más de diez orgías en el mío, he asistido a más de 15 fuera de la ciudad y siempre acompañado por Yelitza.
Quizá un día de estos les cuente cómo fue que los celos de la morena de pelo planchado se esfumaron, cuando Yelitza la invitó a la cama para estar los tres tirando en nuestra orgía privada. Por cierto, la morena se llama Sharon...

A través del lente

Estoy satisfecho con mi cuerpo. Las chicas me dicen que soy un tipo bien parecido. Quizá esto sea cierto, pero no vanaglorio con lo que, humildemente, Dios me dio. Por el contrario, creo que mi apariencia física se debe más a una buena alimentación y ejercicios matutinos que a una bendición divina. Lo cierto es que allí estaba yo: tirado en la arena de la playa, con una cava llena de cervezas bien frías a mi derecha, recostado de un cocotero. Mi mirada se perdía en ese perfecto nivel que representa el mar en el horizonte. Creo que no pensaba en nada. Estaba solo; la empresa me había mandado 15 días a la Isla de Margarita a trabajar en un nuevo punto de venta, allí. Era la primera salida que tenía para distraerme y disfrutar de las playas de ese hermoso pedazo de tierra.
No sé en qué momento se sentó cerca de mí una mujer de esbelta figura. Estaba ataviada de un diminuto traje de baño color naranja y amarillo. Sus senos, evidentemente pasados por el quirófano, se definían firmes debajo de aquel microscópico pedazo de lycra. Su piel, tostada por el sol de varios días, se me antojaba cual cáscara de durazno. Su cabellera castaña era prisionera de una cola de caballo que dejaba al descubierto un rostro helénico, mitológico y unos hombros salpicados en pecas aquí y allá. Cada parte de su cuerpo parecía sacada de una clase de anatomía universitaria. Sus piernas, firmes como el mármol, descansaban en una magnifica obra celestial que eran sus pies. Era todo un monumento, visto desde cualquier ángulo. Miré a todas partes. De seguro una mujer como esa debía andar acompañada de un gorila o de tres guardaespaldas como mínimo. Pero no, estaba sola. Unos 6 metros me separaban de aquel cuerpo. De mi bolso de mano saqué mi cámara digital y le lancé un par de fotografías. Debía tener constancia de lo que mis ojos habían visto para el momento de contárselo a mis amigos.
Las horas pasaron, las cervezas se me acababan y aquella hembra lo que hacía era dar vueltas y vueltas sobre una toalla para que el Sol le otorgara aquel dorado matiz que tenía su piel. Cuando se colocó boca abajo, aproveché para hacer una toma de su enorme trasero. Al escuchar el chasquido de la cámara, levantó su rostro y me miró. Yo, cámara en mano y una cara de idiota inigualable, no supe qué decir, sólo le regalé una sonrisa. Ella me miró con indiferencia y volvió a su relajada posición con la cara sobre sus brazos cruzados. Mi primera incursión furtiva en terreno peligroso había sido un fracaso. Tomé mi cava, mis lentes y bolso y salí caminando rumbo a mi camioneta, minutos después de aquella penosa presentación. Monté todo en la parte trasera y me disponía a encender el motor cuando unas uñas tocaron el vidrio. Era ella, estaba parada en la puerta del piloto con la toalla colgada de su hombro. Bajé el vidrio y subí mis lentes oscuros a la cabeza.
—¿Se te ofrece algo? —Pregunté con una cara de extrañado.
—Hola —Su voz era especialmente aguda y delicada—. ¿Me preguntaba si en la playa me tomabas fotos a mí?
La pregunta me tomó por sorpresa y debía actuar con prontitud.
—Bueno, debo confesarte que mi lente no pudo evitar que estuvieras encuadrada en uno de los fotogramas. Pero, ¿te molesta que te haya tomado una foto?
—Este… —dudó por un momento— No es que me disguste, pero quisiera saber si eres fotógrafo profesional o si eres simplemente un aficionado.
—De verdad no me he dedicado nunca a tomar fotos como profesional, pero tengo años con una cámara y creo que he aprendido a tomar buenas fotos.
—Ah, OK. Bueno, pensé que te gustaría tomarme unas fotos en la playa. Yo soy modelo y ando buscando un buen fotógrafo para que trabaje conmigo.
Su propuesta sonaba extrañamente irresistible. Abrí la puerta y me bajé de la camioneta. Caminamos unos cuantos metros mientras nos presentábamos formalmente. Supe que estaba de vacaciones, que se llamaba Laura y que vivía en Caracas. Evidentemente mi cámara la había seducido primero que yo; mi Canon siempre llamaba la atención de todo aquél que la veía. Me pidió que le tomara algunas fotos, pues no había traído cámara y que-ría llevarse algunas fotos de recuerdo. Posó ante mi lente y yo disfruté con las fotografías que le hacía. Al verla a través de mi lente de 28 mm, pude confirmar lo que horas antes había supuesto: era una mujer casi perfecta, hermosa y con un talento innato para el modelaje. Una pose era mejor que la otra y yo simplemente disparé sin cesar mi cámara fotográfica. Luego de una hora, me dijo que le gustaría ver cómo quedó mi trabajo. Habíamos paseado por toda la playa, entre rocas y cocoteros, las fotos estaban muy buenas. Me pidió que se las mostrara. Evidentemente desde el visor de la cámara no podría apreciar la calidad de mi trabajo, así que le dije que la única forma de ver las fotos era en la pantalla de un computador, pero mi portátil estaba en mi habitación.
—Ya… pero ¿podrías llevarla al hotel donde me hospedo y mostrármelas?
Su propuesta me gustaba. A fin de cuentas, no perdía nada. Nos despedimos en la playa. Ella plasmó un beso en mi mejilla y se fue caminando hasta su carro. Yo encendí mi camioneta y me fui volando al hotel donde pernoctaba, con la dirección de su habitación escrita en la palma de mi mano. Entré a mi habitación, busqué mi lap top y me dispuse a descargar la memoria de mi cámara. Mientras esto se hacía, me di una ducha y me cambié de ropa. Quería salir corriendo hasta el hotel donde ella se quedaba; pero debía ser prudente y no parecer tan ansioso. Esperé un par de horas y me fui, poco a poco, hasta la dirección que me dio Laura. Luego del protocolo del lobby del hotel, subí cinco pisos y busqué la habitación 502. Con cierto nerviosismo toqué la puerta y esperé que ella abriera, pero no sucedió. Volví a tocar, esta vez un poco más fuerte, pero nada. Pasaron unos 5 minutos y escuché a alguien dentro del cuarto. Pegué mi oído a la puerta, para escuchar mejor; oí unos pasos, como de pies desnudos. Por momentos pensé en irme y volver luego, pero la sorpresiva abertura de la puerta me detuvo.
—¡Hola! No escuché cuando tocabas. Estaba en el baño. Pasa…
Estaba ataviada con una toalla blanca que le cubría desde la zona del busto hasta el pliegue de los glúteos y las piernas. Su cabello estaba empapado de agua y el olor que emanaba de todo su cuerpo era glorioso. Pasé a la habitación con cierto temor.
—Desde que llegué estaba en el baño —Comentó Laura mientras se peinaba el cabello con los dedos—. Necesitaba una ducha caliente y larga.
Yo correspondí con una sonrisa, mientras me ubicaba en un sillón cerca de la cama. Coloqué el maletín con mi lap top sobre mis piernas y el de la cámara en el piso; me quedé esperando. Laura guardó un silencio suspicaz mientras me miraba, con la cara inclinada hacia su mano derecha, mientras seguía en su afanosa labor de peinarse con los dedos.
—Y dime, ¿cómo quedaron las fotos?
—Muy buenas —respondí con prontitud—, a pesar de lo apresurado e improvisado del asunto.
—Dame un minuto, mientras me cambio.
Ella caminó hacia el balcón de la habitación y se ocultó tras un vestíbulo que dejaba ver su silueta a contraluz. Desde donde me encontraba, pude ver su figura negruzca por el efecto de la luz que resplandecía detrás de ella, mientras se despojaba de la diminuta toalla que la cubría. Se colocó una minúscula ropa interior (sólo la parte inferior) y sobre ella un vestido color melón de tela de rayón que reposaba inocente sobre su curvilíneo cuerpo. Recogió su cabello hacia atrás con una cinta sobre su cabeza y salió a ver lo que le tenía preparado. Debido a aquel espectáculo, me olvidé por completo de encender la portátil. Inútilmente, intenté disimular mi excitación por lo que acababa de presenciar, pero ella lo notó rápidamente.
—OK, muéstrame lo que hiciste.
Sus palabras me devolvieron la confianza y me situaron nuevamente en este mundo. Abrí el lap top y comencé a buscar la carpeta donde se hallaban las fotos digitales. Mientras, ella se sentaba en la orilla de la cama y me veía hurgar la máquina hasta que encontré lo que buscaba. Volteé el monitor para que pudiera ver las fotos y ella se acomodó mejor, más cerca de mí. Desde donde estaba podía oler su cabello y sentir el aroma que emanaba de su piel recién bañada. Al inclinarse hacia delante el vestido dejó de cubrir buena parte de sus bustos que se mostraban desnudos y sin protección ante mis ojos. No pude evitar verlos; por momentos me pareció sentir que ella sabía lo que hacía, pero no me importó. Ella pasaba con un simple presionar de teclas una y otra imagen, se dibujaba en su rostro una pequeña sonrisa.
—Me encantan esas fotos —irrumpió ella sin reparo—. Quisiera hacer más.
—Yo no tengo problemas —dije—, tú sólo dime cómo y cuándo. Además, traje la cámara.
—¿Qué te parece si las hacemos ahorita, aquí? —Preguntó.
Su idea no era descabellada; nos encontrábamos solos y sin nadie que nos interrumpiera. La intención de ella me gustó, pero más por el hecho de estar más tiempo allí que por lo de hacer las fotos, obviamente.
—Bueno, me parece bien —respondí—. Dime cómo quieres que sean las tomas.
—No sé; tú eres el fotógrafo. Dirígeme.
—OK.
Respiré profundo, revisé a mí alrededor y le pedí que se acercara al balcón. La poca luz que entraba a aquella hora de la tarde le daba al ambiente un romanticismo muy especial. Ella se concentró y buscó la mejor pose con una mano en el borde del balcón y otra en su cadera. Comencé a disparar con timidez. La imagen que se reflejaba en mi lente me gustaba. Inicié una conversación con ella, le decía cómo la quería, cómo debía colocarse frente al lente. Me acerqué para hacer unas tomas de detalle en su rostro. De verdad era una mujer hermosa, no tenía una pizca de maquillaje en su cara y su tez producía una hermosa luz. Ella comenzó a moverse con más libertad por toda la habitación. Entre risas y bromas de mi parte nos fuimos relajando. Se podía notar que era una profesional y que sabía moverse. Me gustaba su estilo y rápidamente la química empezó a fluir en ambos. Entre uno y otro flash, ella decidió cambiarse de ropa. Tomó unos cuantos vestidos y se fue detrás del vestíbulo. Volví a ver su silueta perfecta, pero esta vez la luz no me ayudaba. Ya se hacía de noche. Vi mi reloj: 7.53 posmeridiano. Salió vestida con un pequeño vestido blanco de escote amplio y bajo en la espalda, era de una hermosura extraña aquella telilla que además dejaba ver la perfección de sus bien definidas piernas. Iba descalza y con la misma naturalidad que había presentado siempre.
—¿Cómo quieres ahora? —Preguntó.
Le pedí que se subiera a la cama: un enorme king size de 2 x 2 metros. Las sábanas eran de una seda blanco ostra con almohadones rellenos de plumas de gansos. Mientras se subía a la cama, fue posando con sensualidad. Cada pose, cada aspecto de su cuerpo y rostro eran captados por mi cámara a medida que ella iba avanzando. Me coloqué frente a ella, acercando un poco el lente a su rostro, quería plasmar lo hermoso de su cara y la cálida mirada que regalaba a cada instante. Cuando estaba muy encima de ella, mientras hacía contorsiones sobre el amplio colchón, ella me acarició mi pierna con su pie. Por instante no supe qué hacer, si abalanzarme sobre ella y besarla hasta la locura o seguir tomando fotos y suponer que aquella arriesgada actitud de ella era una búsqueda de motivos para relajarse y encontrar un mejor performance. Lo cierto es que la química entre ambos aumentó. Ya no era yo únicamente el fotógrafo distraído, sino que ahora me sentía parte del propio arte de hacer las tomas. Di vueltas alrededor de la cama mientras enfocaba una y otra pose que ella me regalaba. Debía llevar cerca de 300 tomas. Comenzó a gemir y a generar sonidos guturales, como los de una gata en celo. Aquella actitud que dejó aún más perplejo. Su sensualidad perecía poderse tocar en el ambiente. Aquella habitación estaba tomando otro color, y otra temperatura también. En una de tantas poses ella comenzó a tocarse sus senos. Yo la veía a través del lente y pensaba que estaba haciendo unas magníficas fotografías, pero mi instinto masculino comenzaba a despertar. Había mucha carga sensual y sexual en esa habitación. Me sentía privilegiado de estar allí.
De pronto, sus caricias, que iban y venían entre su vientre y sus senos, se ubicaron en su vulva, por debajo del vestido. En un movimiento que hizo para ubicarse de espaldas a mí, de rodillas sobre la cama, pude notar que no llevaba ropa interior alguna. Sólo aquel delicado vestido blanco cubría su bien definida figura. El nerviosismo por la situación me sacó un poco de concentración. Las últimas fotografías no llevaban un enfoque ni un encuadre definido. Me quité la cámara de mi cara y vi a Laura despojarse lentamente de su vestido. Su excitación fue en aumento, mientras olvidaba por completo que yo estaba allí. Sus dedos hurgaban con pasión su vulva y yo podía ver lo húmeda que estaba. Me acerqué a la cama y coloqué la cámara sobre el colchón, despacio, y sin perder detalle de aquella apasionante escena, me fui colocando cada vez más cerca de ella. Estaba apoyada con ambas rodillas sobre las sábanas blancas, su mano izquierda se posaba sobre las almohadas mientras la derecha la ultrajaba con intensidad. Su dorso estaba arqueado y su cabello caía sobre su espalda y hombros, sus ojos cerrados no se percataron que yo estaba casi encima de ella. Cuando toqué con mi mano su nalga, ella se detuvo y me miró con cierta intriga dibujada en su rostro.
—No me toques —me dijo con contundencia—. Sigue tomando las fotos.
Yo quedé en una pieza cuando ella me detuvo en mi afán por llegar más allá. Inmutado, me fui a donde estaba antes, cámara en mano, y continué tomándole fotografías sin parar. Mi respiración aumento considerablemente, no sé si por lo que estaba viendo o por la escena que acababa de interpretar con aquella mujer. Creo que tuvo un par de orgasmos, o tres, no lo sé; lo cierto es que se revolcó por toda la cama. Al principio yo estaba algo cohibido, pero después me tranquilicé e hice unas muy buenas tomas de todo su cuerpo, de todo. Mi lente congeló los momentos de lujuria que ella había experimentado durante los casi 20 minutos que duró aquella torturante (para mí) sesión de sexo consigo misma. Al final, ella quedó tendida en la cama, agotada y sudorosa, con una leve capa de sudor por todo su cuerpo. Me miró y esbozó una pequeña sonrisa que, más de alegría, era de satisfacción. Yo quité la cámara de mi cara para verla mejor y sonreí con ella.
—¿Qué te pareció? —Preguntó.
“Inolvidablemente especial.” Fue lo único que me atreví a pensar, sin pronunciar palabra alguna; sólo elevé mis dos cejas y dejé que mi expresión hablara por sí misma. Ella me miró de arriba abajo y se percató con complicidad que mi erección estaba a punto de reventar mi cremallera. Volvió a reír, pero ahora con más energía.
—Eso lo lograste tú. —Le dije con total confianza.
—No fue mi intención.
—Sólo hay una forma de hacer que esto vuelva a su posición original.
—Pues, tendrá que ser luego. Ahora pienso salir y se me hace tarde.
No podía creer lo que ella me decía. Después de lo que vivimos, luego de tanta acción unilateral, ¿ella me iba a dejar como una carpa de circo y sin nada de aquello? Después de verle lo más íntimo y de saborear a la distancia todo su cuerpo, ¿ella me iba a dejar sin recibir el premio? Era demasiado injusto todo aquello. Me quedé sin hablar, parado frente a ella. Se levantó de la cama, se tapó su cuerpo con la sábana, me dio un beso en la mejilla y se fue hacia la puerta; la abrió y se apoyó en ella diciéndome:
—De verdad tengo prisa. Si pudieras dispensarme y salir de la habitación, por favor. Me tengo que duchar y luego salir. Disculpa.
Recogí todas mis cosas, me colgué la cámara al hombro y salí sin siquiera verle los ojos. No lo podía creer, jamás pensé que algo así me pudiera ocurrir. Pero eso era apenas una de las muchas cosas que jamás pensé que me ocurrirían en mi vida. Y créanme que he vivido muchas. Pasaron unos treinta minutos hasta que entré de nuevo en mí. Aquella mujer, hermosa, sensual, irresistiblemente cautivadora y lujuriosa me había hecho verla masturbándose como una gata en celo y ni siquiera me dejó olerla de cerca o, por lo menos, ayudarla en su afanosa tarea. Sólo quería que la viera y le tomara fotos, lo demás estaba de sobra. Me senté en el bar del hotel, cerca del lobby. Pedí un whisky con soda, me lo tomé como agua y pedí un segundo trago. El barman me miró con perplejidad, sabía que algo me pasaba.
—¿Un día difícil? —Preguntó.
—Yo diría que un momento difícil, nada más.
—Bueno, eso pasa a veces.
Sabía que él no tenía ni la más mínima idea de lo que me pasaba. Pero la conversación se tornó amena, minutos después. Conversamos de temas diversos, deportes, política, mujeres (¡Mujeres!). Al cabo de un rato me disponía a irme, ya me había calmado. Pero, al terminar mi último trago de la noche, volteé hacia la entrada del bar. Caminando por el lobby iba Laura. Un vestido de pedrería negra dibujaba su figura con elegancia, unos enormes tacones le hacían definir sus piernas con estilo y templanza. Estaba más hermosa que como la había dejado hace casi una hora. Me apresuré a pagar y a despedirme de mi amigo el barman. Salí como un rayo del bar y me dispuse a seguirla. Una enorme limosina blanca la esperaba afuera, en el valet parking del hotel. Me sorprendió esa escena. Busqué mi camioneta, estacionada unos cuantos metros cerca de la entra, y seguí aquel lujoso carro hasta donde fue necesario. Debía saber qué iba a hacer aquella mujer. Creo que me obsesioné.
Era difícil perder de vista a la limosina, así que me ubiqué unos 100 ó 150 metros por detrás, de manera de que no notaran que los seguía. Eran casi las 11.00 de la noche. La limosina rodó como 10 km. hasta que llegó a su des-tino: un lujoso paraje a orillas del mar con una enorme mansión de estilo sureño americano, de grandes columnas al frente y una gigantesca puerta blanca de madera. Antes de pararse al frente de aquella lujosa mansión, la limosina recorrió lentamente la redoma que se encontraba al frente. Acto seguido, un musculoso individuo vestido de traje negro se acercó a la puerta de la limosina, abriéndola para que Laura, despampanante y hermosa, se bajara del vehículo. Llevándola del brazo la dirigió hasta la puerta donde otro gorila le abría amablemente.
Se internó en la lujosa casa, desapareciendo de mis ojos. Los dos gorilas quedaron afuera; uno de ellos se comunicó por su radio personal con otro punto, quizá anunciando la llegada de Laura. La limosina se aparcó en un improvisado estacionamiento que se hallaba cerca de la casa. Una choza, perfectamente iluminada, servía de lugar de esparcimiento y descanso para la casi decena de chóferes de limosina que allí se encontraban. Tomé mi cámara y le coloqué el lente de 500 mm para poder observar a la distancia qué pasaba en el interior de la casa. Me ubiqué, todavía dentro de mi camioneta, en el ala sur de la mansión. Desde allí se veía un conglomerado de personas que bebían y conversaban cerca de una piscina iluminada. Otros estaban dentro de la piscina. Era una especie de tertulia del jet set. Mucha comida, bebidas y gente bien vestida, pero no veía a Laura.
Decidí ir a pie hasta la pared que estaba cerca de la piscina, a unos 100 metros. Era un grueso muro de unos 3 metros de alto, forrado de enredaderas, y culminado en una maraña de púas. Algo difícil de franquear. Caminando, tal vez por la desesperación de ver qué demonios hacía Laura allí dentro, decidí ir camino arriba, bordeando la pared perimetral de la casa. A unos 200 metros de donde me encontraba, una puerta, de madera rústica, se apareció de repente entre las enredaderas del muro blanco. Estaba abierta y sin pensarlo dos veces entré. No había nadie, ya estaba casi detrás de la casa y el ángulo visual que tenía desde allí me dejaba ver hacia el interior de la misma. Enfoqué el lente, buscando lo íntimo de la mansión. De pronto, allí estaba Laura, hablando con un señor de traje blanco y una copa de licor en su mano izquierda. Ella se reía de las cosas que el viejo le decía. Rodilla en piso y cámara en mano, yo seguí allí, bajo la luz de la Luna, arriesgando mi integridad física y sin saber todavía ni por qué ni para qué. Ella seguía conversando, ya no sólo con el viejo del traje blanco, sino con muchos más que se acercaban, algunos acompañados de despampanantes mujeres y otros solos. Me di cuenta de que se trataba de una fiesta, algo se celebraba… por lo menos eso creía.
De pronto, algo que no sé explicar, me dio las fuerzas suficientes para penetrar en aquella fiesta. Debía acercarme a Laura, tomarla de un brazo y sacarla de allí; la quería para mí, ella había sido mía, aunque sea de mis ojos. Fue una especie de carga emocional que me dio una fuerza de voluntad que nunca antes había sentido. Me levanté del piso, fui caminando lentamente, colina abajo en una pequeña pendiente que estaba detrás de la piscina, cerca de donde se concentraba la mayor cantidad de personas aquella noche. Cámara en mano, ataviado de blue jean y en manga de camisa, salté por sobre una cerca de unos 50 cm de alto. Todavía nadie me había visto, ni siquiera quienes estaban cerca de la alberca. Uno que otro miró con indiferencia a un fotógrafo que pasaba por su lado. Me interné entre los invitados; eran unos 50 ó 70, tal vez. Me esforcé por no llamar mucho la atención, pero eso no me costó mucho, cada quien estaba concentrado en su conversación, otros en la pareja que tenían al lado, y los demás en la piscina, besándose y acariciándose. El ambiente era inigualable, propio de una orgía refinada. Para suerte mía no era el único con cámara. Había otros fotógrafos por aquí y por allá, seguramente contratados por los dueños de la fiesta o uno que otro curioso aficionado invitado a la tertulia. Pero igual me sirvieron de coartada para hacer mi infiltración sin levantar sospechas. Apresuradamente me fui hasta donde estaba Laura, cerca aún del viejo de traje blanco. Atravesé un río de gente hasta llegar a ella, la tomé por un brazo y su cara fue la mejor muestra del asombro que sintió al verme allí.
—¿Qué haces aquí? —Preguntó con vehemencia. —¡Estás loco? No puedes estar aquí; te van a sacar a patadas.
—Vente conmigo. —Le pedí.
—Por favor vete…
—No me voy de aquí sin ti.
—Me lastimas, suéltame.
Estaba como descontrolado, no sabía qué hacer. El viejo del traje blanco poco notó que ya Laura no estaba a su lado, sino conmigo en un rincón de la enorme sala. Como pude la saqué de aquella habitación y la llevé por un largo pasillo de puertas a cada lado. Estaba más dócil, sentía que le había gustado el hecho de verme allí. A mitad del pasillo me detuve, la miré a los ojos y le dije que la quería poseer, que por favor se fuera conmigo.
—No puedo —Me dijo con voz de frustración—. De verdad debo quedarme.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué te obliga a hacerlo?
—No te puedo decir, sólo sé que debo quedarme y tú debes irte.
De pronto, una puerta detrás de nosotros se abrió, dos mujeres, riéndose, salieron de allí. Antes de que se cerrara la puerta pude ver que se trataba de un baño. Tomé a Laura del brazo, una vez más, y nos metimos al baño. Ella se dejó llevar. Seguros estábamos que nadie nos había visto entrar. Cerré el picaporte de la puerta y volví sobre mis talones para encontrarme de frente con Laura quien estaba recostada del lavamanos.
—Ahora no me dirás que no puedes quedarte aquí conmigo —Le dije con una voz baja y tenebrosa.
—No hables tanto. —Dijo Laura— Si me vas a poseer que sea ya, antes de que me arrepienta.
Me abalancé sobre ella, besándola con frenesí. Ella respondió a mis besos quizás con más pasión que yo. La tomé por la cintura y lentamente fui subiendo la falta de su vestido negro. Ella lanzó su cabeza hacia atrás y me dejó su cuello para que lo besara y lamiera. Mordí sus hombros con la boca lo más húmeda que pude mientras mi mano derecha estrujaba con ardor su nalga y la izquierda su seno derecho. Comenzó a desabrocharme la camisa y yo a bajarle las bragas, un diminuto hilo que apenas cubría su podado monte de Venus, finamente definido en la parte alta de sus labios mayores. Toqué con mis dedos su vulva, caliente y preparada para ser penetrada con su lubricante natural. Sus gemidos se apagaban en mi pecho, al cual besaba con una minuciosa dedicación. Era ella una combinación de fiera salvaje con un poema de Neruda. Se escuchaban al fondo las voces confundidas de los invitados a la fiesta y la música electrónica que amenizaba la reunión. Temí por un momento que pudieran intentar abrir la puerta del baño, pero luego lo olvidé por completo. Estaba concentrado en los enormes y definidos senos que hacía sólo unas horas había podido ver cómo se inflamaban de excitación provocada por su dueña.
Sentía que me ahogaba con el pezón dentro de mi boca, no podía abrirla más aunque quisiera. Laura levanto una pierna y la pasó por mis glúteos, mientras se apoyaba de la mesa del lavamanos de mármol. Comenzamos a jadear como animales, la quería poseer, pero sabiendo ya que sería mía, aletargué ese momento lo más que pude. Ya su vestido estaba en el piso, ella desnuda frente a mí, vulnerablemente sexy. Me aparté para verla mejor, ella ubicó ambas manos sobre la mesa de mármol e inclinó la cabeza hacia la derecha, yo era su cámara fotográfica para ese momento. Me desabotoné el pantalón y me despojé de los zapatos con la punta de los pies, lanzándolos a donde mejor cayeran. Laura se acercó y detuvo mi intención de quitarme el jean: ella quería hacerlo. Yo no llevaba ropa interior y eso la excito más, un asombro se dibujó en su rostro cuando se percató de mi estilo al vestir. Ya mi erección era absoluta y ella simplemente se limitó a saciar, primero sus ganas de hacerme sexo oral y, segundo, mis deseos desenfrenados de saber qué tan buena podía ser aquella mujer con su boca y mi miembro viril. La mente se me nubló por instantes, no pude evitarlo. Introdujo todo mi pene en su boca; lamió mi inflamado glande e hizo placeres con toda mi zona erógena por preferencia. Entre tanto derroche de ganas, deseos y roces, había olvidado por completo a mi cámara, que estaba tirada en el suelo de aquel espacioso baño. Detuve por momentos el frenesí de Laura con mi pene para ir por la Canon. Ella se sorprendió.
—¿Me vas a tomar fotos? —Dijo, con estupor.
—Claro, no pienso desperdiciar este momento ni estas escenas.
Una sonrisa de complicidad se dibujó en su cara. Yo me coloqué otra vez frente a su figura arrodillada y le pedí que continuara haciendo lo que a bien había comenzado hace unos instantes. Mientras me saboreaba el pene y lo introducía repetidamente en su cavidad bucal, yo iba haciendo fotos y fotos. Ella miraba de vez en cuando la lente y su picardía quedaba impresa en la retina digital de la cámara. Hubo un momento en el que hacer fotos para mí era imposible, el placer que me causaba la felación que me hacía Laura no me dejó siquiera mantenerme en pie. Fue algo intenso, ella sabía dónde lamer y donde succionar. Era toda una experta en el arte de la felación. Tuve que detenerla, un minuto más y mis fuerzas se hubiesen escapado a través de un chorro de semen que humedecería sin más ni menos el rostro de mi improvisada amante. Sentí que perdía fuerzas en mis piernas y casi obedezco a una involuntaria genuflexión ante ella.
La subí por los brazos hasta que su cuerpo desnudo quedara erguido frente al mío. Ella improvisó una atrevida posición sobre la mesa de mármol, posando sus glúteos sobre ella y abriendo sus piernas, dejando al descubierto todo su sexo húmedo y caliente. Pasé toda la superficie de mi lengua sobre la abertura que me ofrecía su expandida vulva. Sus gemidos fueron en aumento a medida que hurgaba impacientemente su clítoris inflamado y duro. Ella me ayudó en mi afanosa labor, abriéndome pasó con sus manos dejándome libre la zona que más placer le gustaba que le lamiera: el reducido espacio entre su clítoris y su orificio urinario. Arranqué gritos de placer de la boca de Laura, que ahora realizaba sonidos guturales, producto de la exquisita sensación que le provocaba mi cunnilingus. A medida que yo lamía y besaba su vulva, Laura, cámara en mano, me iba tomando fotos que dejaban en evidencia eterna mi gusto por realizar tan apetecible acto impúdico. Un orgasmo profundo y bien sentido estalló en Laura, su sudor mojó sus sienes y pechos. Otro orgasmo, esta vez más intenso hizo que me separara de ella, pues un espeso chorro de algo que parecía orine salió de su vulva. Mientras esto sucedía yo tomé la cámara y le hice unas tres fotografías, las que pude; ella seguía estimulándose con sus dedos índice y anular a la vez que el líquido dejaba de emanar por momentos. Fue una experiencia bien intensa, tanto para ella como para mí.
—Por favor, cógeme. —Me pidió sin más reparo. —Ya no aguanto más…
De inmediato la coloqué de espaldas a mí. La tomé por la cintura e introduje con salvajismo mi pene en su más que húmeda vagina. Era increíblemente estrecha y estaba de un caliente que ardía. Mis impeles fueron en aumento progresivo, así como sus gritos.
La halé por el cabello y le pedí que me besara. Su boca era una cueva ardiente con ansias de ser probada. Azoté con improvisado ritmo sus vulnerables nalgas, pintadas con una atractiva dupla tonal, gracias a sus días en la playa. Un exótico corazón rojo estaba tatuado en su nalga izquierda. No sé por qué antes no lo había notado… Me obligó a sentarme sobre el WC. Una vez allí, se posó sobre mí, de frente, y sus movimientos pélvicos fueron avasallantes. Cada impele provocaba una especie de vacío en mí, sentía que se me iba el alma a través de su vagina y que me quedaba endeble ante tanto poder y pasión. Colocó sus manos en su cabeza, tomándose el cabello a la altura de sus sienes húmedas. Se frotaba los senos con ardor mientras subía y bajaba con todas sus fuerzas, metiendo y sacando mi pene dentro de su vagina. Todo lo hacía con un ritmo apabullante, incontrolable y feroz. Sus orgasmos se perdieron en mi cuenta y créanme que no me esforcé en lo más mínimo para hacer que ella llegara con facilidad a tocar el cielo. Era toda una fiera sexual.
La levanté y la llevé a la ducha. Abriendo la regadera para que el agua nos mojara, la penetré, mientras sus piernas me abrazaban por la cintura. Sus brazos servían de gancho en mi cuello para que su peso reposara con holgura y mis movimientos permitían una acompasada acción de entrar y salir. Había olvidado por completo mi cámara. Estaba tirada en medio de la habitación de baño, una vez más. Le pedí a Laura que me esperara un momento, algo se me había ocurrido. Coloqué la cámara sobre la mesa de mármol, desde allí le activé el modo automático y ésta haría fotografías cada 30 segundos hacia un mismo plano. Volví a colocarme frente a la cámara junto con Laura y continuamos follando. La incandescente luz del flash alumbraba nuestro lujurioso accionar cada medio minuto. Las posiciones cambiaron y los orgasmos llegaron; la satisfacción quedó reflejada en más de un fotograma. Fue una experiencia extraordinaria. Cansados pero satisfechos, continuamos bañándonos bajo el agua tibia de aquella regadera. De pronto, una mano tocó la puerta y una voz pronunció en nombre de Laura.
—¡Mi esposo! —Dijo Laura con voz entrecortada. Mi cara fue de asombro, pero no pronuncié palabra alguna.
—Sí, es mi esposo. El tipo de traje blanco que me acompañaba afuera. —No lo podía creer. Ese viejo verde de traje elegante era el esposo de semejante monumento natural.
—Él me invita a estas reuniones donde se realizan orgías.
—Y, ¿con qué finalidad?
—Para sentir placer mientras otro me hace el amor. —Creo que mis ojos se desorbitaron por un momento, pues Laura no puedo controlar la risa. Salió de la ducha y fue a buscar sus cosas. La voz que la llamaba cesó de hacerlo.
—Pero, explícate mejor. —Le dije.
—Bueno, yo tengo varios años casada con él; desde hace algunos cuantos su capacidad sexual ha aminorado. Él me ama y no quiere que yo sufra por su impotencia, por eso me invita a estas fiestas privadas y exclusivas donde, además de intercambiar parejas, la gente viene a derrochar su sexualidad.
—Y, ¿será que tu marido no sabe que existe el Viagra?
—Ja, ja, ja… Claro que sabe; pero no puede ingerir ese tipo de medicamentos, por su corazón.
—Definitivamente, está jodido.
—Sí…
Ya arreglados y vestidos salimos con disimulo de aquel baño. Cuando caminábamos por el pasillo, rumbo a la sala principal, su marido nos interceptó.
—Querida, ¿dónde estabas? —Exclamó el viejo de traje blanco. —He estado buscándote como un loco por todos lados.
—Me refrescaba un poco, cariño. Estaba acalorada.
—¿Quién es tu amigo? —Yo quería desaparecer como por arte de magia.
—Es un amigo, fotógrafo. Lo conocí en esta fiesta y hablábamos para una posible sesión fotográfica. ¿No te parece estupendo, mi amor?
—Oye, qué bueno. Un placer, amigo. —Me dijo, mientras extendía su mano buscando la mía. Estreché su mano con cierto recelo.
—Mi vida, ¿qué te parece si invitamos a tu amigo, el fotógrafo, a que nos acompañe esta noche en la piscina? —No entendía su propuesta. Inclusive me dio miedo al pensar en lo peor.
—No sería mala idea —irrumpió Laura— de hecho sería divertido que nos fotografiara mientras estamos allí.
—No se hable más —dijo el viejo del traje blanco—, véngase con nosotros, la va a pasar muy bien.
Acompañado de aquella pareja de extraños amantes, me fui camino a la piscina. Allí, ya la rumba orgiástica se había encendido. Hombres y mujeres se daban con todo, dentro y fuera de la piscina. El Dj era inspirado por una rubia despampanante que le ofrecía una succión en su pene de espanto y brinco, mientras este pinchaba discos y más discos. Más a la orilla de la piscina, un grupo como de tres hombres y cuatro mujeres practicaba una serie de posiciones donde cada uno era estimulado por el otro. Cercano a la entrada a aquel harén erótico, un grupo de hombres y mujeres, tragos en manos, veían complacidos las diferentes escenas que se presentaban allí. Dentro de la piscina, otro grupo, algunas parejas, unos tríos y muchos otros, se follaban con dedicación mientras el agua caliente los estimulaba. Mi pregunta era: ¿qué demonios hacía yo allí y qué debía hacer ahora que ya estaba metido en eso?
Le arrebaté un trago a un mesero que pasaba por mi lado, éste iba ataviado de traje de baño y corbatín. No sé qué bebida era, lo cierto es que la tomé hasta no dejar nada en el vaso shut. Era una bebida caliente y bien fuerte que me dejó por momentos ronco.
Laura se quitó la ropa y fue caminando hasta la orilla de la piscina. El viejo, con cara de cómplice, me invitó a seguirla con un movimiento de cabeza. Yo no supe qué hacer, hasta que la propia Laura me llamó con su mano. Me metí en la piscina, después de quedar completamente desnudo. Mi cámara quedó junto con mi ropa sobre la grama que bordeaba la alberca. Laura me tomó por el cuello y me besó. Yo correspondí con miedo, pero luego me fui aclimatando. El agua de la piscina era caliente y agradable. Froté sus nalgas y de inmediato mi erección llegó inminente. Ella, al sentirla, se penetró a sí misma y comenzó a moverse dentro del agua que nos daba un poco más arriba del ombligo. Sus movimientos eran lentos, nada que ver con el sexo de hacía rato, este era más apasionado. Quizá así le gustaba a su esposo. No lo sé. Yo no quería voltear a ver si el viejo del traje blanco nos miraba, mi temor era infundado, evidentemente. Pero entre besos y sexo logré mirarlo por sobre el hombro de Laura e, indiscutiblemente, gozaba mientras le hacía el amor a su mujer. A su lado un amigo disfrutaba, no sólo con nosotros, sino con todos los demás que tiraban como animales por todos lados. Yo comencé a sentirme mareado, quizá fue el trago, no lo sé; lo cierto es que me comencé a sentir extraño.
De pronto, un hombre se acercó a donde estábamos Laura y yo, y sin pedir permiso siquiera la penetró por detrás. Creo que Laura lo conocía, porque apenas lo vio le sonrió y simplemente, él, siguió en su afanosa tarea. Por momentos me corté, pero no dejé de hacer lo que estaba haciendo. Laura tomó otra actitud, más lujuriosa. Yo simplemente continué dándole duro. Así como llegó el hombre que tenía enganchada a Laura por su ano, una mujer de tez morena y ojos verdes se aproximó a donde estábamos nosotros. Buscó la boca de Laura primero, besándola y mordiéndola, y luego buscó la mía con las mismas intenciones. Me sorprendió un poco, pero a esas alturas del partido ya nada me sorprendía, lo que sí me tenía preocupado era el extraño mareo que sentía. La mujer de tez morena me sacó el pene de la vagina de Laura y me llevó a un lado de la piscina, mientras me besaba. Yo logré ver a Laura pero ella no me vio a mí, seguía follando con aquel hombre. En la misma posición en la que tenia a Laura aquella mujer se penetró y comenzó sus movimientos pélvicos. Su vagina era más ancha que la de Laura y eso lo noté rápidamente.
Pero lo que siguió a continuación no lo podré contar aquí. ¿Por qué? Pues, simplemente, no lo retuve. Mi último recuerdo fue a aquella morena sobre mí, besándome y metiendo y sacando mi pene en su vagina. Después de eso no recuerdo más, salvo que estaba acostado, desnudo sobre la cama de mi hotel, muy cansado pero entero, eso sí. Sobre la mesa de noche, mi cartera, celular y las llaves de mi camioneta. De resto, no recordaba ni cómo había llegado allí. Llamé a la recepción del hotel, preguntando si sabían cómo y con quién había arribado esa noche. La única respuesta que obtuve es que llevaba más de 24 horas durmiendo y que no sabían quién o quiénes me habían dejado en mi habitación. Sólo había un registro de llave del cuarto a las 6.30 a.m. del día domingo. Ya era lunes, 9.50 de la mañana. Desperté con un hambre de mil demonios, el cuerpo me dolía una barbaridad y estaba visiblemente demacrado, con ojeras que parecían bolsas de té y una barba de tres días.
Bajé al spa del hotel y me hice dar un masaje recuperador y un baño en el jacuzzi me devolvió a la vida. Almorcé y decidí salir a buscar a Laura. Mi camioneta estaba intacta y dentro de ella mi cámara, tal cual como la recordaba. De inmediato la encendí y revisé la memoria; todas y cada una de las fotos estaban allí. De hecho las últimas me mostraban a mí poseyendo a la morena de ojos claros. Jamás supe quién pudo haber tomado las fotos, pero eran una prueba irrefutable de que lo que había vivido aquella noche no fue mentira. Encendí el motor y fui rumbo al hotel de Laura. Entré al lobby pero no me supieron dar respuesta de ninguna mujer llamada Laura. Salí corriendo y abordé nuevamente la camioneta, esta vez hacia la mansión en donde ocurrió todo. Al llegar al lugar encontré a un grupo de personas recogiendo lo que parecía ser todo el inmueble del lugar. Se llevaban hasta el mueble del Dj; no lo podía creer. Acto seguido, abordé a quien parecía ser el jefe de los hombres que cargaban todas las pertenencias desde la casa a unos camiones enormes.
—La verdad no sé qué decirle. —Me dijo el hombre de barba y lentes correctivos. —Lo único que sé es que debo ir a montar otra de estas casas a las cercanías de Playa el Agua.
—¿Cómo que a montar otra de estas casas?
—Sí. Trabajo para una empresa que monta espectáculos de orgías y este fin de semana nos tocó esta vieja casa que remodelamos sólo para esta ocasión.
—¿O sea, que aquí no vive nadie?
—Por supuesto que no. ¿Quién se prestaría a hacer algo así en su casa? La volverían un asco, como ocurrió con esta. Se sorprendería si supiera las cosas que encontramos en cada casa que desmontamos después de una orgía.
Si antes dije que ya nada me sorprendía, me equivoqué. Desanimado y con ganas de salir gritando como un loco, volví a mi camioneta. Era imposible que lograra encontrar a Laura después de todo aquello. Fui a mi hotel, empaqué y salí rumbo al Ferry. Compré mi pasaje, abordé con mi camioneta y salí de aquella isla, con un saco de recuerdos confusos, una maleta de nostalgia y un baúl de eventos sorpresivos que jamás pensé vivir. Debía volver a mi realidad: mi trabajo, mi mujer y mis hijos; porque sí, no se los había comentado porque seguramente no habría sido igual la lectura de este relato: soy casado, tengo dos hermosos hijos, una hembrita de 5 años y un varón de 12 que, junto a mi esposa, una exitosa abogada, y yo conformamos una bella y perfecta familia. Sí, reconozco que pensé en ellos antes de hacer lo que hice; pero, como dije en su momento, una fuerza interior me decía “adelante” y viví una experiencia que jamás había vivido ni creo volver a vivir nunca más…

Como nuestro protagonista, muchos hombre (y a veces mujeres también) corren el riesgo de ser seducidos por las tentaciones carnales, olvidando por completo los peligros a los que se exponen. Fiestas como las aquí relatadas, suceden casi a diario en nuestro país. Muchas son las parejas que entran y salen de este tipo de fiestas, orgías y tertulias donde, además de sexo, la droga está a pedir de boca. Lo que le sucedió a nuestro protagonista no fue más que una intoxicación por burundanga, una sustancia soporífera que se le administra a una persona muchas veces para robarle. Este, afortunadamente, no fue el caso de nuestro amigo, quizá porque el nivel cultural de quienes conformaban la reunión era al-go elevado y su intenciones, evidentemente, eran otras; de lo contrario, hubiese podido ser víctima de hurto (incluso bajo el consentimiento de la víctima, debido a los efectos de la droga), desmembramiento de algunos órganos (para luego ser vendidos en el mercado negro), contagio de enfermedades, violación e incluso hasta la muerte.

Que sirva este relato para quienes, de manera irresponsable, le otorgan a esta actividad descabellada un momento en sus vidas. Lo heterosexual y con-fiable es más sano y lógico que lo depravado de un momento de lujuria y pasión de manos de quienes menos piensan en su propio bienestar.