Aquella tarde del viernes transcurría sin mayores sobresaltos, hasta que Ramón, el editor jefe del periódico, se asomó a mi cubículo y me dijo con voz franca y resuelta: "mañana no es necesario que vengas a la guardia, ya resolví". Sin decir nada más, se alejó, como quien está predeterminado a cumplir una función y listo. Ya el mal estaba hecho, los planes que tenía para ese fin ya estaban pospuestos. Marisol, mi novia, ya estaba rumbo a Cumaná, estado Sucre, para visitar a su tía, quien había dado a luz hacía pocas semanas.
Marisol tenía 15 días planificando nuestro viaje para Cumaná. Justo en la última semana me comunican una guardia relámpago el sábado que acabó con el viaje, por lo menos para mí. Después de dos años de noviazgo, la relación entre Marisol y yo se había afianzado y el tiempo nos deparaba cosas mejores. Por eso, la despedida en el aeropuerto fue larga y triste. Primero, por no poder acompañarla y, segundo, por la razón del viaje que haría sola, sin mí. Y justo cuando estaba por comenzar mi fin de semana de trabajo forzado en la redacción del periódico, viene Ramón y me lanza esa bomba.
Jacinto, mi fotógrafo de confianza dentro del periódico, escuchó la noticia y me dijo: "Bueno, compadre, no le queda otra que pasar el fin de semana soltero". Ese comentario me hizo presionar la tecla "end" de mi celular para cancelar la llamada que estaba a punto de hacerle a Marisol para comunicarle la nueva mala.
—Men, la gente de deportes y las chamas de administración están planificando una salida esta noche —dice Jacinto, acercándose a mi escritorio—. Ya el "permiso" lo tienes.
No le presté atención al comentario de Jacinto, estaba pensando cómo le agradaría a Marisol que estuviese con ella ese fin de semana. Pero, puse las cosas en la balanza: salir esa tarde en bus desde Valencia a Cumaná era posible, pero en un fin de semana los pasajes escasean. Además, tenía muchísimo tiempo que no salía a divertirme con mis colegas y compañeros de trabajo. Decidí no comentarle nada a Marisol hasta que llegara. La noticia la iba a poner anciosa y decirle que no iba a ir la amargaría, indudablemente.
No hablé más sobre el asunto con Jacinto. Dejé que todo fluyera. Si iba a salir esa noche no quería ser parte del comité organizador, eso me haría sentir menos culpable. Ya Marisol estaba con su tía y mi día en el periódico estaba culminando. Jacinto se me aerca después de haber regresado de la calle y me pregunta qué había decidido.
—Bueno, vamos a echarle bolas —le dije, convencido—. ¿Dónde es la vaina? ¿Quiénes van? ¿A qué hora es la cosa?
—Van todos los de deportes, dos chamas de administración, José (el otro fotógrafo), Martha la recepcionista, Jeaneth, tú y yo, hasta ahora.
Ya estaba decidido, yo saldría esa noche a tomar, bailar y divertirme con mis panas del periódico.
Al salir, a eso de las seis de la tarde, me fui a la casa, llamé a Marisol para saber cómo estaba y me dispuse a cambiarme. Sí, por mi mente pasó decirle, por lo menos, que esa noche iba a salir con los muchachos, pero después comenzaría a decirme que me acostara temprano, que después me iba a estar durmiendo en la guardia de mañana, etc., etc., y eso me iba a hacer sentir muy mal y terminaría diciéndole que no tenía ya la guardia. Eso iba a desencadenar una serie de sucesos indetenibles. Preferí callar.
Pasé buscando a Jacinto por su casa a eso de las 9.30 de la noche. Nos fuimos rumbo al lugar donde haríamos la rumbita con los panas: una disco dentro de uno de los centros comerciales más exclusivos de la ciudad, con vista a la nocturnidad en una de sus paredes de vidrio, dos pisos y demás comodidades y excentricidades que complacían al más exigente de los rumberos. Pero para mí, que vendieran licor y hubiese buena música era más que suficiente.
Fuimos los primeros en llegar. Esperamos afuera a que el resto arribara al local. No pasaron muchos minutos cuando ya todos estábamos esperando para entrar: Ulises, el editor de deportes; Maritza, la periodista de deportes especialista en béisbol; Reinaldo, el más antiguo en la fuente de sucesos; Samuel, el más carismático periodista del periódico y quien se sabía la vida y obra de cualquier político de la región; Doris, la recepcionista; Tibizay, la adminstradora; Lorena, la atractiva pelirroja de Recursos Humanos y quien además me sosprendió verla allí, era la única acompañada de su novio; Raquel, inseparable amiga y compinche de Lorena; dos periodistas más cuyos nombres no recordaba nunca, Jacinto y yo. No había parejas, salvo Lorena. Los demás andábamos por nuestra cuenta.
Nos sentamos en un lugar alejado de la pista de baile. De inmediato las dos primeras botellas: una de whisky y otra de vodka. Comenzamos a libar.
Pasadas las horas, las parejas de baile ya habían rotado un par de veces. Incluso, ya a la pista de baile le habíamos abierto una sucursal cerca de nuestra mesa. La oscuridad del lugar nos daba cierta intimidad para con el resto de los asistentes al local.
Dos botellas más.
Fue justo en el momento cuando fui a servirme otro trago de whisky cuando noté que Lorena, la pelirroja, estaba viéndome continuamente. Al principio no le di importancia, al fin y al cabo no se trataba de una mirada muy sujestiva, era más bien de compromiso por estar en la misma mesa que ella y estar compartiendo un rato. Yo no me había relacionado mucho con ella en el trabajo, un "hola" y un "cómo estás" de vez en cuando en los pasillos del periódico. Su novio, a quien le había cruzado palabras un par de veces en la salida del diario, no trabajaba con nosotros, aunque también es periodista. Ya los tragos estaban comenzando a hacer estragos en él. Nadie había salido a bailar con Lorena, salvo su novio, a pesar de que la mayoría bailó con todo el mundo, incluso su novio bailó con Raquel. Es por ello que me sorprendió cuendo Lorena, levantándose de su asiento, se me acercó y me pidió que bailáramos. Yo me levanté y tomé su mano, vi a su novio pero él no me miró. Salimos rumbo a la pista, repleta de gente bailando al son de "Mi bajo y yo" de Oscar D' León. No di motivos para conversación durante el baile. Dos temas más de salsa y el Dj decidió cambiar a regeetón. Yo hice ademán para volver a la mesa, pero ella me agarró por el brazo y me dijo que siguiéramos bailando. Ese fue mi gran error, creo.
Su manera de bailar era extraña para mí. Por momentos pensé que su sensualidad era producto del furor de la música y los tragos de vodka en su cerebro, pero por momentos parecía atraída hacia mí y sus movimientos de careda eran una invitación abierta a poseerla allí mismo. Supe controlarme, pero siempre con una sonrisa en el rostro que no hacía más que ocultar mi excitación por aquella situación.
Temas iban y venían y Lorena era cada vez más eufórica. Ya le había agarrado las nalgas en par de oportunidades, la primera por petición de ella misma y la segunda por necesidad imperiosa de mi parte al tenerla de espaldas a mí mientras golpeaba mi pene erecto con sus gluteos. Yo no sabía si seguirle el juego o bajar el ritmo de aquel momento.
El cambio brusco de ritmo, producto de la mezcla del Dj, acabó por detener el frenesí de Lorena. Yo no sabía si agradecerle al pincha discos o si, por el contrario, subir a reclamarle el desacierto que tuvo al cambiar el ritmo con aquella canción. Lo cierto es que nos sentamos de nuevo con el grupo. Yo me tragué un vaso de whisky y me recosté en la silla. Vi a los lados y ninguno de los panas me veía. Eso quería decir que no me detallaron en el afrodisíaco acto de baile con Lorena. A veces es bueno tener un testigo en esos caso, pero en esa oportunidad no.
Me levanté para ir al baño, debía vaciar la vejiga. Entré al sanitario y apenas dos personas lo ocupaban. Al salir, sentí un jalón por mi mano. Era Raquel, la amiga de Lorena. Extrañado por aquel incidente no sabía qué hacer. Ella me llevó al baño de mujeres que estaba justo al lado. Tocó la puerta y abrió Lorena, riendo. Me metieron las dos al baño, Raquel cerró con seguro detrás de mí y yo me quedé en medio de las dos sin saber qué decir o qué hacer. Sólo Lorena articuló palabras.
—Creo que esta es la única forma de hacerlo —me dijo mientras se acercaba al espejo grande pegado a la pared del baño.
Debió notar mi extrañeza porque de inmediato soltó la pregunta más directa y capciosa que me han hecho en mi vida.
—¿Quieres cogerme ahorita, aquí mismo?
Yo olvidé dónde estaba, por qué estaba allí y qué consecuencias me traería decirle sí o no a esa pelirroja. Mis ojos se centraron en el escote de su blusa negra que dejaba ver el camino glorioso entre sus senos enormes. Pero, volví en mí y fue cuando noté que Raquel nos acompañaba. Al verla ella misma respondió.
—Esto es entre ustedes —dijo, mientras se recostada de la puerta de entrada—. Yo sólo estoy aquí para que no levante sospechas la ausencia de ella en la mesa.
A pesar de todas las preguntas que mi mente formulaba en ese momento —¿Y si entraba alguien? ¿Si el novio preguntaba por ella?, y mil cosas más—, la excitación de la pista de baile aún estaba en mi torrente sanguíneo. Allí, de pie y entre las dos mujeres, no supe qué hacer ni qué decir. Lorena se acercó a mí y me besó introduciendo su lengua hasta mi garganta. Con una de sus manos me agarró el pene por sobre el pantalón y mi querido amigo casi se me sale. Dejó de besarme y me miró a los ojos con picardía, acto seguido se arrodilló frente a mí y bajó el cierre del pantalón, sacó el botón de su ojal y bajó mi jean hasta las rodillas. No sé en qué momento me bajó el boxer e introdujo mi miembro a su boca, creo que perdí el sentido cuando su húmeda boca saboreó de cabo a rabo mi pene.
Volteé a ver a Raquel, quien recostada de la puerta simplemente veía lo que su amiga hacía. Me regaló una sonrisa y yo le pedí con un gesto que imitara a Lorena, pero se negó con un sutil movimiento de cabeza. Por momentos no entendí el porqué de su presencia si no iba a ser parte del show. Luego supe que ciertamente ella estaba haciéndole un favor a su amiga y punto. Vaya forma de serle fiel a una amistad.
Tomé a Lorena por su cabello, haciendo una cola de caballo con mi mano mientras ella metía y sacaba mi miembro de su cabidad bucal. Era toda una experta. De momento lo sacaba para tomar aire y preguntarme si me gustaba. Mi rostro contestaba por sí solo.
De repente se levantó, de pie frente a mí volvió a besarme. Yo le agarré las nalgas con fuerza, ella se dio media vuelta y colocó los codos sobre la mesa del lavamanos que estaba justo al frente del gran espejo. Alquien tocó la puerta. La voz decidida de Raquel diciendo que estaba ocupado y que por favor usara el otro baño alejó de inmediato a la chica que pretendía interrumpirnos.
La misma Lorena se desabotonó el pantalón y lo dejó caer hasta el piso. Frente a mí, dos blancas, enormes y hermosas nalgas cortadas finamente por un diminuto pedazo de tela que hacía las veces de hilo. La nalgueé. Me arrodillé y metí mi cabeza entre los dos glúteos. Había un olor extremadamente adictivo, quizá era su flujo que emanaba copiosamente de su vagina, quizá alguna fragancia de esas que las mujeres saben colocar en sitios estratégicos de su cuerpo para momentos como ese, tal vez era la combinación de ambos, no lo sé, lo que sí sé es que eso me empujó a morder, lamer, chupar y estrujar con mi boca aquellos voluptuosos labios, ese enérgico clítoris, duro y viscoso. Hubo gritos de parte de ella, controlados, evidentemente. Le agradó muchísimo que mis dedos (dos y luego tres) entraran y salieran de su vulva una y otra vez hasta lograr un gemido más prolongado y fuerte. Era poco el tiempo que teníamos, lo sé, pero quise disfrutarme aquel cuerpo palmo a palmo. La volteé poniéndola frente a mí. De un tirón bajé el escote dejando su pechos desnudos frente a mí. Creo que me lastimé la mandíbula queriendo meterme uno completo a mi boca, pero valió la pena.
Ya era mía, la penetración era inminente, sólo que algo había olvidado: el condón. La tenía de nalgas hacia mí y viéndola a través del espejo le dije que no tenía preservativo. Como un mandato mudo, Lorena miró a Raquel y ésta sacó de su cartera una caja de condones, tomó un paquetico y me lo acercó. Yo, mirándola a los ojos, lo tomé. Ella apenas levantó la mirada para verme, creo que fijó sus ojos en mi pene. En un dos por tres me puse el "salvador de la patria" y proseguí a penetrar a Lorena. Al hacerlo sentí que yo ya casi acababa. Tuve que controlar mis impeles, sacarlo y pasearlo por la entrada de su ano. Seguí un rato más así. Cada mete y saca me acercaba más y más a una inminente eyaculación, pero la pospuse lo más que pude. Ella se sentó en el mesón del lavamanos y abrió sus piernas, la penetración de frente me dejó ver su vagina con detalle. Aquello me excitó aún más. Coloqué mis manos en sus pechos y con fuerza la penetré una y otra vez. Vino su orgasmo, lo estaba anhelando. Ella se bajó del mesón y, quitándome el condón, me regaló otra felación, como de agradecimiento. Se volvió a colocar de espaldas a mí y ella misma se penetró. Lo que hizo después quedará grabado en mi mente por mucho tiempo. No dejó que yo hiciera movimientos de impele, por el contrario, fue ella con ese mismo ritmo de caderas que usó en la pista al compás del regeetón quien hizo que mi pene entrara y saliera de su vulva tantas veces como fue necesario para que mi líquido espeso se derramara en sus nalgas. De inmediato se giró e introdujo mi pene en su boca. No dejó rastros en él de mi eyaculación.
—Me gustó —me dijo, dejando un beso en mi boca—.
Miré a Raquel y ella seguía allí, recostada a la puerta. No sabría decir si su cara era de excitada, creo que sí, pero si estaba excitada, ¿por qué no participó en la tertulia?
Lorena se lavó la cara, se vistió y me pidió que saliera del baño primero que ellas. Lo hice y me escabullí entre la gente hasta que llegué a la mesa de nuevo. Nadie me extrañó, por lo visto. El novio de Lorena estaba medio dormido, con un vaso de whisky en su mano. Instantes más tarde llegó Lorena junto con Raquel. Creo que alguien en la mesa les preguntó dónde estaban, pero no puede escuchar la respuesta de Lorena por la música.
Pasó como una hora después de aquello y yo no me levanté del sofá donde estaba. Lorena y Raquel bailaron con todos allí. Su novio terminó por dormirse. Para su fortuna no fue el único, Reinaldo y Samuel también sucumbieron ante los efectos del alcohol. La cuenta se pidió a las 3.30 de la madrugada. Mi cama me recibió a las 4.15.
El domingo recibí a Marisol en el aeropuerto. Su cara era pura alegría, tanto de verme como de los recuerdos que trajo por su primo recién nacido. Le conté que no tuve guardia y que no la había llamado para no causarle más rabia de la que yo ya sentía. Entendió. También entendió que hubiese salido el viernes a beberme unos tragos con los panas del periódico.
Hoy lunes, sentado frente a mi computador recibí la visita de Jacinto, a quien había dejado en su casa la madrugada del sábado, ebrio, por supuesto.
—Estubo buena la rumbita del viernes, ¿no?
Viéndolo a los ojos le respondí sin mayores detalles:
—No te imaginas cuánto...