La mejor fiesta de mi vida

¿Les había contado de la vez que me invitaron a una fiesta de lesbianas? Creo que no.
Sucedió después de haber tenido dos o tres meses de haberme mudado a este apartamento donde vivo ahora. Había hecho pocos amigos hasta entonces, sólo Manuel, el hombre más fanático del deporte que haya conocido jamás, era mi único pana para ese momento. De vez en cuando subía a su apartamento en el piso 12 para ver un juego y tomarnos unas cervezas. Su "cueva", como él mismo le llamaba a su apartamento, estaba forrada de banderines de equipos de fútbol europeo, afiches gigantes colgaban de las paredes con fotos de jugadores de las Grandes Ligas, la NBA y un sinfín de souvenirs y demás artículos deportivos por doquier.
Fue precisamente en una de esas noches de visita en casa de Manuel cuando, bajando a mi apartamento en el décimo piso, me topé en la entrada del ascensor con el par de mujeres que les paso a describir: una, la más joven, era una muchacha como de unos 23 ó 25 años, delgada, de rasgos muy finos y delicados, piel blanca como la nieve, cabello rojizo y con rulos. Sus ojos eran grandes y hermosos, sus pestañas largas y seductoras; su boca de labios gruesos, que hacía un espectacular juego con su nariz respingada y delicada. La otra, una morena, como de 30 ó 32 años, alta, de cabello negro planchado, de un hermoso rostro y una mirada penetrante, sus pechos era lo más resaltante de su cuerpo. Las dos salieron del elevador riendo a todo pulmón, casi sin poder mantenerse de pie. Yo pasaba justo por el frente cuando las puertas se abrieron y ellas salieron, tomadas de la mano, como intentando sujetarse una a la otra para no irse directo al piso producto de la risa. Al verme, intentaron enseriarse, pero fue en vano, siguieron riendo, ahora con más fuerza, parecía que mi cara de asombrado les había acelerado la risa. Estaban algo tomada, era evidente. Su risa me contagió y comencé a reír, pero no al nivel que ellas tenían. Simplemente me sonreí con ella y continué mi camino. A mis espaldas ellas siguieron con su fiesta de chistes que sólo ellas entendían. Yo abrí la puerta de mi apartamento y entré, colocándome de inmediato detrás de la puerta para observarlas a través del "ojo mágico". Se quedaron en el pasillo riendo, abrazadas como unos amigos borrachos. Al cabo de unos segundos se decidieron a entrar a su apartamento, que estaba justo al lado del mío.
Como sabrán, yo jamás las había visto hasta ese día y no volvería a hacerlo hasta después de un par de semanas cuando en el estacionamiento las vi una vez más. Iban elegantemente vestidas, como si estaban invitadas a una fiesta de gala en el castillo de los reyes. Se veían realmente bellas. Yo me quedé parado en el estacionamiento viéndolas con la boca abierta. Se subieron a una camioneta que manejaba un tipo y se fueron.
No tardé más de unas horas en preguntarle a Manuel, quien tenía más años que yo viviendo allí, si conocía al par de chicas. "Creo haberlas visto unas dos o tres veces. No sé mucho de ellas, son medio misteriosas", fue lo único que me dijo de ellas, pero me bastó para interesarme aún más en ese par. Comencé a montarle cacería los fines de semana, me instalaba en la puerta hasta altas horas de la madrugada para esperarlas cuando llegaran y mirarlas a través del ojo mágico de la puerta. Así pasé unos tres fines de semana y nada. Me quedaba dormido o nunca llegaban. Definitivamente, era un par misterioso.
Pero como siempre las causalidades ocurren, pasó lo que me motivó a escribirles ahora. Estaba yo en mi casa, sentado frente a la TV de la sala, con una caja de pizzas sobre las piernas, una cerveza sobre la mesa y el control remoto cambiando los canales entre el fútbol y el béisbol, cuando de pronto escuché un estruendo en el pasillo. Solté todo lo que tenía en mis manos y me abalancé sobre la puerta para observar a través del "ojo mágico": las chicas estaban entrando a su casa con un grupo de personas, entre hombres y mujeres. Supuse que sería una fiesta. Por momento pensé en salir y esperar a ver si me invitaban, pero sabía que era un absurdo pensar eso y me devolví a mi sillón.
Pasaron unas dos horas, el juego terminó y mis cervezas se acabaron. Decidí salir a buscar más del vital líquido. Pasé con disimulo frente a la puerta del apartamento de las lesbianas, para escuchar algo. La música era estridente y a todo volumen. Con dificultad pude escuchar una que otra voz que intentaba sobreponerse a la música. No pasó nada extraño y seguí rumbo a la licorería.
De regreso, cervezas en mano, el ascensor abrió sus puertas y frente a mí estaba la pelirroja, con una amiga a su lado, no era la morena, era otra, una rubia. Ella me vio y, quizá por cortesía o por educación, me saludó con una sonrisa. Yo le respondí y me bajé del ascensor. Nuestras miradas se quedaron enganchadas por unos segundos mientras nos movíamos. La rubia ni se inmutó. Yo caminé hacia mi apartamento y me metí a seguir pegado de la TV. Ellas entraron al apartamento de donde salía la música.
Pasadas 2 horas después de aquello, ya me dolía el ojo de tanto ver a través de agujero de la puerta. Nadie salía ni nadie entraba. Hasta que pasó algo que de verdad pagó con creces el tiempo que había invertido allí. La puerta se abrió de pronto, lo supe porque la música aumentó su volumen de pronto. Me asomé a ver quién salía y lo que vi no lo podía creer. Dos mujeres, jóvenes, de unos 20 ó 22 años, salieron dándose besos en la boca. Una acorraló a la otra contra la pared y la besaba con desespero. La otra, respondía a los besos con igual frenesí, mientras acariciaba las nalgas de su amiga. Nadie salía del apartamento y aquel par se comía en pleno pasillo. Las caricias aumentaron su nivel y de la boca pasaron al cuello y a los senos. La escena era más que estimulante y a punto estuve de salir para entrar en acción, pero ese miedo recurrente ante situaciones de este tipo me hizo mantenerme donde estaba.
Al cabo de unos 5 minutos, una tercera mujer salió de la fiesta; era la morena amiga d ela pelirroja. Sonriendo, les pidió al par de lesbianas que volvieran a la fiesta. "Ey, la cosa es aquí dentro", les dijo y se metieron al apartamento cerrando la puerta una vez más. "¡Coño de la madre!" Pensé. Si antes no me había despegado de la puerta, ahora jamás lo haría.
Pasaron unos 40 minutos más y volvió a salir gente del apartamento, pero nadie con actitud sexual. Una pareja salió, cerró la puerta y tomo el ascensor. Nada anormal.
Ya eran las 3.30 de la madrugada. EL sueño comenzó a apoderarse de mis ojos, pero las ganas de saber qué más podía pasar me mantenía despierto y de pie. Entonces fui más arriesgado: apagué todas las luces de mi apartamento, de manera de dejarlo completamente a oscuras. Puse mi sillón de ver TV frente a la puerta abierta dejando ante mis ojos todo el pasillo del edificio, únicamente la reja de mi apartamento interrumpía la vista hacia la puerta del apartamento fiestero. Sentado ahí, en donde estaba más que seguro nadie me podría observar, camuflado entre la oscuridad, me senté a esperar.
Los minutos pasaron y el sueño me venció. Quedé rendido sobre el sofá. De repente, un ruido me despertó. Había sido la música que una vez más subió repentinamente. Salió una pareja, copas en mano. El hombre estaba bien ebrio y la mujer sólo vestía un ajustado vestido de cuero rojo de falda muy corta. La mujer empujó a su hombre contra la pared y lo besó. "Habrá acción", pensé; pero realmente me quedaría corto. El hombre comenzó a desnudar a la chica, quien a simple vista se veía muy excitada, pero no dejó que el tipo la desnudara allí. Entonces el hombre intentó llevársela, pero ella lo detuvo y le agarró el pene por sobre el pantalón, encendiendo al hombre de inmediato. El tipo no lo pensó dos veces y ahí mismo se sacó su miembro, erecto. Acto seguido, la chica lo tomó, arrodillada frente a él, y se lo llevó a la boca, comenzando una enérgica felación en pleno pasillo. El tipo se retorció de placer y la mujer casi que se comía el pene de su pareja. No tardó mucho en llegar la eyaculación del hombre. La mujer se levantó del piso, lo miró, recogió su cabello y se lo llevó hacia el ascensor en donde se perdieron de mi vista.
La puerta del apartamento había quedado abierta, dejando escapar el sonido de la música y la cháchara de muchas personas que aún estaban dentro. Se escuchaban gritos, gemidos, alaridos y voces de todo tipo. La tentación me empujó a levantarme de mi puesto.
Con el mayor de los sigilos y con mucho miedo, abrí la reja de mi apartamento, caminando de puntillas hasta llegar a la puerta del pernicioso apartamento de mis vecinas. Asomarme como un mirón no sería la mejor de las estrategias, así que decidir pasar como cualquier otro, como si fuesen las 12 del mediodía y pasaba por una de las tiendas del centro observando sus vidrieras. ¿Preparados para enterarse lo que ahí dentro había? Ahí les voy (trataré de ordenar mi mente para ser lo más detallista posible): El piso del apartamento está alfombrado, no hay muebles como tal, sólo un enorme sofá estaba colocado contra la pared izquierda del apartamento, allí, varias parejas fornicaban sin mayor distracción. Frente a ellos y sobre la alfombra, dos o tres parejas las imitaban en diferentes posiciones. No había otra mueble en toda la casa, salvo algunos bancos tipo bar que estaban por aquí y por allá. Algunas de las personas que no se encontraban en los actos sexuales, veían a los fornicadores desde su asiento con el trago en su mano. Unos reían, otros se estimulaban por sobre la ropa. Hombres y mujeres por igual. Era un verdadero festín de sexo y perdición.
Yo estaba parado en el pasillo, justo al frente de la puerta de aquel apartamento, viendo aquel espectáculo. nadie se había inmutado por mi presencia allí, de hecho ya la mayoría me había visto, excepto la pelirroja. Cuando ella me vio me invitó a pasar. Salió al pasillo y me tomó de la mano. Tenía un cigarrillo en su mano y en la otra un trago verdoso. Estaba vestida sólo con la ropa interior, lo que dejaba mostrar su cuerpo fibroso y blanquecino. Entré a la "fiesta" y me dispuse a observar con detalle a la gente que ahí se encontraba. Muchas mujeres, quizá el doble de la cantidad de hombres que ahí se encontraban. Al pasar hacia la cocina, que ahora era realmente un bar, tuve otro ángulo del asunto. En el pasillo hacia las habitaciones se hallaban dos mujeres dándose placer con un pene bífido de medio metro de largo y de color rosado. Eran dos hermosas hembras con caras y cuerpos de modelos de Playboy.
—¿Te gusta la fiesta? —Me preguntó la pelirroja, a la vez que me daba una cerveza en mis manos.
Sólo asentí con la cabeza y me llevé la botella a la boca arrancándole un buen sorbo.
Algunas personas bailaban, incluso un par de mujeres se movían al ritmo de Daddy Yankee.
Ya me estaba aclimatando. Ver a las parejas tirando a mi lado se me hacía ya familiar. Cada quien estaba en su mundo y no le importaba quién o quiénes estábamos ahí, se disfrutaban su nota. Por supuesto, la droga no se hacía esperar. Sobre el mesón de la cocina un grupo preparaba "rayas" de coca que luego inhalaban ferozmente. La mayoría de los presentes se daban su vuelta por la cocina.
Las personas que allí estaban no eran de mal aspecto, por el contrario, tenían un refinado gusto para vestir y peinarse. Eran, sin duda, gente adinerada.
De pronto, entre coitos y bailes, se acerca a mí una mujer, de aspecto elegante y mirada profunda. Su cabellera negra caía sobre sus hombros, descubiertos por el escote de su vestido azul y blanco. Me miró, sonrió, y me dijo sin el menor pudor "¿te lo puedo mamar?". Reí, fruncí el ceño, aclaré mi garganta y peiné mi cabello hacia atrás con mi mano, todo esto en un segundo. La mujer arqueó las cejas, en señal de exigir una respuesta. Sólo me atreví a decir una sola frase: "Si es de tu gusto..."
Sin esperar más tiempo del que le llevase arrodillarse frente a mí, bajar la cremallera de mi pantalón, la mujer, cuyo nombre jamás supe, se llevó mi pene a su boca y comenzó a chuparlo muy despacio. Sentía que ya me iba a correr en su boca, pero los cambios de ritmo me mantenían aún entero. Me miraba mientras se llevaba mi pene hasta lo más profundo de su garganta. El rítmico movimiento de su cabeza sincronizaba a la perfección con el compás del reggetón que sonaba. De vez en cuando me llevaba la cerveza a la boca y bebía de ella. Algunas personas me miraban, pero ni se inmutaban por lo que veían.
Cuando la mujer estaba en el mejor de sus esfuerzos por hacerme acabar, apareció la pelirroja, a quien hacía unos minutos la había visto tragarse un par de rallas de cocaína con su nariz. Se acercó a mí, me besó y le pidió a la mujer que le prestara mi pene, que ella quería imitarla. Las dos ahora estaban besando y chupando mi miembro para mi mayor placer.
Yo mismo me despojé por completo de mi pantalón, quedándome únicamente con la camisa puesta. Ya era hora de que entrara en acción y dejara de ser víctima de mis amantes. Le quité a ambas mi pene y les pedí que se levantaran, la morena accedió y me dio un beso, mientras que la otra mujer sonriendo me preguntó que por qué la había detenido. Simplemente le respondí que ahora quería ser yo quien le diera placer a ellas. La mujer me miró y muy amablemente me dijo: "Yo no vine a tirar, mi amor. De verdad lo siento. Sólo vine a mamarme unos cuantos y disfrutar el rato. Quizá en otra oportunidad". Perplejo, más que excitado, le asentí con la cabeza mientras ella se alejaba de donde estábamos. Tendría que conformarme con cogerme a la pelirroja, a fin de cuantas iba más que ganando en esa negociación.
Agarré a la pelirroja por la cintura y la senté en uno de los bancos que estaban cerca de nosotros. Le abrí las piernas y le aparté su pantaleta con mi mano, pero no pude penetrarla, ella me detuvo.
—¿No vas a usar condón? —Me preguntó.
La pregunta me hizo aterrizar cuando estaba en el mejor de mis vuelos. Dios mío, ¿cómo pude haber olvidado semejante detalle?
La miré, y ella entendió que no tenía condón en ese momento. "Espera", me dijo, y se levantó del banco, fue a la cocina y sobre la mesa había un manojo de condones, tomó uno y me lo trajo. Ella misma lo colocó en mi pene y volvió al banco, abriendo las piernas para que entrara en ella. Comencé con movimientos suaves a entrar y salir de ella, pero su excitación me pedía más. Así que al cabo de pocos segundos estaba dándole con todo a la pelirroja, cambiándola de posición una y otra vez hasta. Era una mujer muy fogosa, sin dudas, y su experiencia me dio bastante satisfacción, sobre todo en el momento cuando se colocó de espaldas a mí y me pidió que la penetrara. Al hacerlo, entrecruzó las piernas, proporcionándole un "apretón" a mi pene con su vulva, algo que me produjo la eyaculación casi de inmediato.
Sonrió al verme acabar, sabía que lo lograría con esa técnica. Entonces, sacó mi pene de dentro de ella, se acercó a él y lo despojó de su capucha, y a su boca lo llevó, chupándolo y lamiéndolo. Cuando estaba en esa ardua tarea de felación, levanté mi rostro y frente a mí estaba la morena de pelo planchado. Me miraba con cierta rabia, quizá, no lo sé, sólo sé que al parecer no le gustaba que estuviese con la pelirroja. Entendí entonces que era su pareja. Pero, sin más reparo no me importó lo que ella pensara, al fin y al cabo estábamos en una orgía, ¿no?
Continuamos en la tertulia, bebiendo y de vez en cuando compartiendo el morbo de ver a otros fornicar ante nuestros ojos. Vi mi reloj, eran las 5.50 de la mañana. La pelirroja no se había apartado de mí después de haber tirado. Y eso me gustaba. Por su parte, la morena de pelo planchado, que no la había visto en toda la fiesta, no dejaba de mirarme. Me puse mi camisa y le pedí a la pelirroja que se me acompañase a mi departamento. Aceptó sin chistar y nos fuimos. No sé si la morena nos vio, lo cierto es que nos fuimos de allí.
Amanecí horas más tarde abrazado a mi pelirroja. Esa noche, después de hacer el amor y disfrutar de los placeres infinitos del sexo, pude saber su nombre: Yelitza.
Nos levantamos a no sé qué hora de la tarde, ella preparó unos sándwiches y volvimos a la cama. No se fue hasta después de las 8 de la noche.
—La verdad la pasé rico contigo —me dijo mientras se vestía—, pero me tengo que ir.
—¿Alguien te espera? —Pregunté.
—Sí, mi amiga.
—¿Es tu pareja?
—Sí, pero a veces deseo estar con un hombre y ella me lo permite.
—¿Volveremos a veros?
—¿Por qué no? Somos vecinos...
Después de eso, se acercó a mí, me besó en la boca y se marchó.
Pasaron varias semanas para volverla a ver. Ciertamente no puse de mi empeño para procurar verla una vez más, fue ella quien tocó a la puerta de mi apartamento para invitarme a otra orgía en el suyo. Con la simple excusa de volver a cogerla, me fui con ella. Pasamos la noche bebiendo y tirando.
Cuando le conté a Manuel lo que me había pasado, no lo podía creer y me pidió que lo invitara a una orgía. Hice lo que mejor pude: organicé una en mi casa, invitando a mis amigos y a las amigas de Yelitza. Mis compañeros me querían hacer un altar y las amigas de Yelitza se divirtieron mucho.
Después de varios meses de haber entrado a aquel apartamento esa noche, he organizado más de diez orgías en el mío, he asistido a más de 15 fuera de la ciudad y siempre acompañado por Yelitza.
Quizá un día de estos les cuente cómo fue que los celos de la morena de pelo planchado se esfumaron, cuando Yelitza la invitó a la cama para estar los tres tirando en nuestra orgía privada. Por cierto, la morena se llama Sharon...

A través del lente

Estoy satisfecho con mi cuerpo. Las chicas me dicen que soy un tipo bien parecido. Quizá esto sea cierto, pero no vanaglorio con lo que, humildemente, Dios me dio. Por el contrario, creo que mi apariencia física se debe más a una buena alimentación y ejercicios matutinos que a una bendición divina. Lo cierto es que allí estaba yo: tirado en la arena de la playa, con una cava llena de cervezas bien frías a mi derecha, recostado de un cocotero. Mi mirada se perdía en ese perfecto nivel que representa el mar en el horizonte. Creo que no pensaba en nada. Estaba solo; la empresa me había mandado 15 días a la Isla de Margarita a trabajar en un nuevo punto de venta, allí. Era la primera salida que tenía para distraerme y disfrutar de las playas de ese hermoso pedazo de tierra.
No sé en qué momento se sentó cerca de mí una mujer de esbelta figura. Estaba ataviada de un diminuto traje de baño color naranja y amarillo. Sus senos, evidentemente pasados por el quirófano, se definían firmes debajo de aquel microscópico pedazo de lycra. Su piel, tostada por el sol de varios días, se me antojaba cual cáscara de durazno. Su cabellera castaña era prisionera de una cola de caballo que dejaba al descubierto un rostro helénico, mitológico y unos hombros salpicados en pecas aquí y allá. Cada parte de su cuerpo parecía sacada de una clase de anatomía universitaria. Sus piernas, firmes como el mármol, descansaban en una magnifica obra celestial que eran sus pies. Era todo un monumento, visto desde cualquier ángulo. Miré a todas partes. De seguro una mujer como esa debía andar acompañada de un gorila o de tres guardaespaldas como mínimo. Pero no, estaba sola. Unos 6 metros me separaban de aquel cuerpo. De mi bolso de mano saqué mi cámara digital y le lancé un par de fotografías. Debía tener constancia de lo que mis ojos habían visto para el momento de contárselo a mis amigos.
Las horas pasaron, las cervezas se me acababan y aquella hembra lo que hacía era dar vueltas y vueltas sobre una toalla para que el Sol le otorgara aquel dorado matiz que tenía su piel. Cuando se colocó boca abajo, aproveché para hacer una toma de su enorme trasero. Al escuchar el chasquido de la cámara, levantó su rostro y me miró. Yo, cámara en mano y una cara de idiota inigualable, no supe qué decir, sólo le regalé una sonrisa. Ella me miró con indiferencia y volvió a su relajada posición con la cara sobre sus brazos cruzados. Mi primera incursión furtiva en terreno peligroso había sido un fracaso. Tomé mi cava, mis lentes y bolso y salí caminando rumbo a mi camioneta, minutos después de aquella penosa presentación. Monté todo en la parte trasera y me disponía a encender el motor cuando unas uñas tocaron el vidrio. Era ella, estaba parada en la puerta del piloto con la toalla colgada de su hombro. Bajé el vidrio y subí mis lentes oscuros a la cabeza.
—¿Se te ofrece algo? —Pregunté con una cara de extrañado.
—Hola —Su voz era especialmente aguda y delicada—. ¿Me preguntaba si en la playa me tomabas fotos a mí?
La pregunta me tomó por sorpresa y debía actuar con prontitud.
—Bueno, debo confesarte que mi lente no pudo evitar que estuvieras encuadrada en uno de los fotogramas. Pero, ¿te molesta que te haya tomado una foto?
—Este… —dudó por un momento— No es que me disguste, pero quisiera saber si eres fotógrafo profesional o si eres simplemente un aficionado.
—De verdad no me he dedicado nunca a tomar fotos como profesional, pero tengo años con una cámara y creo que he aprendido a tomar buenas fotos.
—Ah, OK. Bueno, pensé que te gustaría tomarme unas fotos en la playa. Yo soy modelo y ando buscando un buen fotógrafo para que trabaje conmigo.
Su propuesta sonaba extrañamente irresistible. Abrí la puerta y me bajé de la camioneta. Caminamos unos cuantos metros mientras nos presentábamos formalmente. Supe que estaba de vacaciones, que se llamaba Laura y que vivía en Caracas. Evidentemente mi cámara la había seducido primero que yo; mi Canon siempre llamaba la atención de todo aquél que la veía. Me pidió que le tomara algunas fotos, pues no había traído cámara y que-ría llevarse algunas fotos de recuerdo. Posó ante mi lente y yo disfruté con las fotografías que le hacía. Al verla a través de mi lente de 28 mm, pude confirmar lo que horas antes había supuesto: era una mujer casi perfecta, hermosa y con un talento innato para el modelaje. Una pose era mejor que la otra y yo simplemente disparé sin cesar mi cámara fotográfica. Luego de una hora, me dijo que le gustaría ver cómo quedó mi trabajo. Habíamos paseado por toda la playa, entre rocas y cocoteros, las fotos estaban muy buenas. Me pidió que se las mostrara. Evidentemente desde el visor de la cámara no podría apreciar la calidad de mi trabajo, así que le dije que la única forma de ver las fotos era en la pantalla de un computador, pero mi portátil estaba en mi habitación.
—Ya… pero ¿podrías llevarla al hotel donde me hospedo y mostrármelas?
Su propuesta me gustaba. A fin de cuentas, no perdía nada. Nos despedimos en la playa. Ella plasmó un beso en mi mejilla y se fue caminando hasta su carro. Yo encendí mi camioneta y me fui volando al hotel donde pernoctaba, con la dirección de su habitación escrita en la palma de mi mano. Entré a mi habitación, busqué mi lap top y me dispuse a descargar la memoria de mi cámara. Mientras esto se hacía, me di una ducha y me cambié de ropa. Quería salir corriendo hasta el hotel donde ella se quedaba; pero debía ser prudente y no parecer tan ansioso. Esperé un par de horas y me fui, poco a poco, hasta la dirección que me dio Laura. Luego del protocolo del lobby del hotel, subí cinco pisos y busqué la habitación 502. Con cierto nerviosismo toqué la puerta y esperé que ella abriera, pero no sucedió. Volví a tocar, esta vez un poco más fuerte, pero nada. Pasaron unos 5 minutos y escuché a alguien dentro del cuarto. Pegué mi oído a la puerta, para escuchar mejor; oí unos pasos, como de pies desnudos. Por momentos pensé en irme y volver luego, pero la sorpresiva abertura de la puerta me detuvo.
—¡Hola! No escuché cuando tocabas. Estaba en el baño. Pasa…
Estaba ataviada con una toalla blanca que le cubría desde la zona del busto hasta el pliegue de los glúteos y las piernas. Su cabello estaba empapado de agua y el olor que emanaba de todo su cuerpo era glorioso. Pasé a la habitación con cierto temor.
—Desde que llegué estaba en el baño —Comentó Laura mientras se peinaba el cabello con los dedos—. Necesitaba una ducha caliente y larga.
Yo correspondí con una sonrisa, mientras me ubicaba en un sillón cerca de la cama. Coloqué el maletín con mi lap top sobre mis piernas y el de la cámara en el piso; me quedé esperando. Laura guardó un silencio suspicaz mientras me miraba, con la cara inclinada hacia su mano derecha, mientras seguía en su afanosa labor de peinarse con los dedos.
—Y dime, ¿cómo quedaron las fotos?
—Muy buenas —respondí con prontitud—, a pesar de lo apresurado e improvisado del asunto.
—Dame un minuto, mientras me cambio.
Ella caminó hacia el balcón de la habitación y se ocultó tras un vestíbulo que dejaba ver su silueta a contraluz. Desde donde me encontraba, pude ver su figura negruzca por el efecto de la luz que resplandecía detrás de ella, mientras se despojaba de la diminuta toalla que la cubría. Se colocó una minúscula ropa interior (sólo la parte inferior) y sobre ella un vestido color melón de tela de rayón que reposaba inocente sobre su curvilíneo cuerpo. Recogió su cabello hacia atrás con una cinta sobre su cabeza y salió a ver lo que le tenía preparado. Debido a aquel espectáculo, me olvidé por completo de encender la portátil. Inútilmente, intenté disimular mi excitación por lo que acababa de presenciar, pero ella lo notó rápidamente.
—OK, muéstrame lo que hiciste.
Sus palabras me devolvieron la confianza y me situaron nuevamente en este mundo. Abrí el lap top y comencé a buscar la carpeta donde se hallaban las fotos digitales. Mientras, ella se sentaba en la orilla de la cama y me veía hurgar la máquina hasta que encontré lo que buscaba. Volteé el monitor para que pudiera ver las fotos y ella se acomodó mejor, más cerca de mí. Desde donde estaba podía oler su cabello y sentir el aroma que emanaba de su piel recién bañada. Al inclinarse hacia delante el vestido dejó de cubrir buena parte de sus bustos que se mostraban desnudos y sin protección ante mis ojos. No pude evitar verlos; por momentos me pareció sentir que ella sabía lo que hacía, pero no me importó. Ella pasaba con un simple presionar de teclas una y otra imagen, se dibujaba en su rostro una pequeña sonrisa.
—Me encantan esas fotos —irrumpió ella sin reparo—. Quisiera hacer más.
—Yo no tengo problemas —dije—, tú sólo dime cómo y cuándo. Además, traje la cámara.
—¿Qué te parece si las hacemos ahorita, aquí? —Preguntó.
Su idea no era descabellada; nos encontrábamos solos y sin nadie que nos interrumpiera. La intención de ella me gustó, pero más por el hecho de estar más tiempo allí que por lo de hacer las fotos, obviamente.
—Bueno, me parece bien —respondí—. Dime cómo quieres que sean las tomas.
—No sé; tú eres el fotógrafo. Dirígeme.
—OK.
Respiré profundo, revisé a mí alrededor y le pedí que se acercara al balcón. La poca luz que entraba a aquella hora de la tarde le daba al ambiente un romanticismo muy especial. Ella se concentró y buscó la mejor pose con una mano en el borde del balcón y otra en su cadera. Comencé a disparar con timidez. La imagen que se reflejaba en mi lente me gustaba. Inicié una conversación con ella, le decía cómo la quería, cómo debía colocarse frente al lente. Me acerqué para hacer unas tomas de detalle en su rostro. De verdad era una mujer hermosa, no tenía una pizca de maquillaje en su cara y su tez producía una hermosa luz. Ella comenzó a moverse con más libertad por toda la habitación. Entre risas y bromas de mi parte nos fuimos relajando. Se podía notar que era una profesional y que sabía moverse. Me gustaba su estilo y rápidamente la química empezó a fluir en ambos. Entre uno y otro flash, ella decidió cambiarse de ropa. Tomó unos cuantos vestidos y se fue detrás del vestíbulo. Volví a ver su silueta perfecta, pero esta vez la luz no me ayudaba. Ya se hacía de noche. Vi mi reloj: 7.53 posmeridiano. Salió vestida con un pequeño vestido blanco de escote amplio y bajo en la espalda, era de una hermosura extraña aquella telilla que además dejaba ver la perfección de sus bien definidas piernas. Iba descalza y con la misma naturalidad que había presentado siempre.
—¿Cómo quieres ahora? —Preguntó.
Le pedí que se subiera a la cama: un enorme king size de 2 x 2 metros. Las sábanas eran de una seda blanco ostra con almohadones rellenos de plumas de gansos. Mientras se subía a la cama, fue posando con sensualidad. Cada pose, cada aspecto de su cuerpo y rostro eran captados por mi cámara a medida que ella iba avanzando. Me coloqué frente a ella, acercando un poco el lente a su rostro, quería plasmar lo hermoso de su cara y la cálida mirada que regalaba a cada instante. Cuando estaba muy encima de ella, mientras hacía contorsiones sobre el amplio colchón, ella me acarició mi pierna con su pie. Por instante no supe qué hacer, si abalanzarme sobre ella y besarla hasta la locura o seguir tomando fotos y suponer que aquella arriesgada actitud de ella era una búsqueda de motivos para relajarse y encontrar un mejor performance. Lo cierto es que la química entre ambos aumentó. Ya no era yo únicamente el fotógrafo distraído, sino que ahora me sentía parte del propio arte de hacer las tomas. Di vueltas alrededor de la cama mientras enfocaba una y otra pose que ella me regalaba. Debía llevar cerca de 300 tomas. Comenzó a gemir y a generar sonidos guturales, como los de una gata en celo. Aquella actitud que dejó aún más perplejo. Su sensualidad perecía poderse tocar en el ambiente. Aquella habitación estaba tomando otro color, y otra temperatura también. En una de tantas poses ella comenzó a tocarse sus senos. Yo la veía a través del lente y pensaba que estaba haciendo unas magníficas fotografías, pero mi instinto masculino comenzaba a despertar. Había mucha carga sensual y sexual en esa habitación. Me sentía privilegiado de estar allí.
De pronto, sus caricias, que iban y venían entre su vientre y sus senos, se ubicaron en su vulva, por debajo del vestido. En un movimiento que hizo para ubicarse de espaldas a mí, de rodillas sobre la cama, pude notar que no llevaba ropa interior alguna. Sólo aquel delicado vestido blanco cubría su bien definida figura. El nerviosismo por la situación me sacó un poco de concentración. Las últimas fotografías no llevaban un enfoque ni un encuadre definido. Me quité la cámara de mi cara y vi a Laura despojarse lentamente de su vestido. Su excitación fue en aumento, mientras olvidaba por completo que yo estaba allí. Sus dedos hurgaban con pasión su vulva y yo podía ver lo húmeda que estaba. Me acerqué a la cama y coloqué la cámara sobre el colchón, despacio, y sin perder detalle de aquella apasionante escena, me fui colocando cada vez más cerca de ella. Estaba apoyada con ambas rodillas sobre las sábanas blancas, su mano izquierda se posaba sobre las almohadas mientras la derecha la ultrajaba con intensidad. Su dorso estaba arqueado y su cabello caía sobre su espalda y hombros, sus ojos cerrados no se percataron que yo estaba casi encima de ella. Cuando toqué con mi mano su nalga, ella se detuvo y me miró con cierta intriga dibujada en su rostro.
—No me toques —me dijo con contundencia—. Sigue tomando las fotos.
Yo quedé en una pieza cuando ella me detuvo en mi afán por llegar más allá. Inmutado, me fui a donde estaba antes, cámara en mano, y continué tomándole fotografías sin parar. Mi respiración aumento considerablemente, no sé si por lo que estaba viendo o por la escena que acababa de interpretar con aquella mujer. Creo que tuvo un par de orgasmos, o tres, no lo sé; lo cierto es que se revolcó por toda la cama. Al principio yo estaba algo cohibido, pero después me tranquilicé e hice unas muy buenas tomas de todo su cuerpo, de todo. Mi lente congeló los momentos de lujuria que ella había experimentado durante los casi 20 minutos que duró aquella torturante (para mí) sesión de sexo consigo misma. Al final, ella quedó tendida en la cama, agotada y sudorosa, con una leve capa de sudor por todo su cuerpo. Me miró y esbozó una pequeña sonrisa que, más de alegría, era de satisfacción. Yo quité la cámara de mi cara para verla mejor y sonreí con ella.
—¿Qué te pareció? —Preguntó.
“Inolvidablemente especial.” Fue lo único que me atreví a pensar, sin pronunciar palabra alguna; sólo elevé mis dos cejas y dejé que mi expresión hablara por sí misma. Ella me miró de arriba abajo y se percató con complicidad que mi erección estaba a punto de reventar mi cremallera. Volvió a reír, pero ahora con más energía.
—Eso lo lograste tú. —Le dije con total confianza.
—No fue mi intención.
—Sólo hay una forma de hacer que esto vuelva a su posición original.
—Pues, tendrá que ser luego. Ahora pienso salir y se me hace tarde.
No podía creer lo que ella me decía. Después de lo que vivimos, luego de tanta acción unilateral, ¿ella me iba a dejar como una carpa de circo y sin nada de aquello? Después de verle lo más íntimo y de saborear a la distancia todo su cuerpo, ¿ella me iba a dejar sin recibir el premio? Era demasiado injusto todo aquello. Me quedé sin hablar, parado frente a ella. Se levantó de la cama, se tapó su cuerpo con la sábana, me dio un beso en la mejilla y se fue hacia la puerta; la abrió y se apoyó en ella diciéndome:
—De verdad tengo prisa. Si pudieras dispensarme y salir de la habitación, por favor. Me tengo que duchar y luego salir. Disculpa.
Recogí todas mis cosas, me colgué la cámara al hombro y salí sin siquiera verle los ojos. No lo podía creer, jamás pensé que algo así me pudiera ocurrir. Pero eso era apenas una de las muchas cosas que jamás pensé que me ocurrirían en mi vida. Y créanme que he vivido muchas. Pasaron unos treinta minutos hasta que entré de nuevo en mí. Aquella mujer, hermosa, sensual, irresistiblemente cautivadora y lujuriosa me había hecho verla masturbándose como una gata en celo y ni siquiera me dejó olerla de cerca o, por lo menos, ayudarla en su afanosa tarea. Sólo quería que la viera y le tomara fotos, lo demás estaba de sobra. Me senté en el bar del hotel, cerca del lobby. Pedí un whisky con soda, me lo tomé como agua y pedí un segundo trago. El barman me miró con perplejidad, sabía que algo me pasaba.
—¿Un día difícil? —Preguntó.
—Yo diría que un momento difícil, nada más.
—Bueno, eso pasa a veces.
Sabía que él no tenía ni la más mínima idea de lo que me pasaba. Pero la conversación se tornó amena, minutos después. Conversamos de temas diversos, deportes, política, mujeres (¡Mujeres!). Al cabo de un rato me disponía a irme, ya me había calmado. Pero, al terminar mi último trago de la noche, volteé hacia la entrada del bar. Caminando por el lobby iba Laura. Un vestido de pedrería negra dibujaba su figura con elegancia, unos enormes tacones le hacían definir sus piernas con estilo y templanza. Estaba más hermosa que como la había dejado hace casi una hora. Me apresuré a pagar y a despedirme de mi amigo el barman. Salí como un rayo del bar y me dispuse a seguirla. Una enorme limosina blanca la esperaba afuera, en el valet parking del hotel. Me sorprendió esa escena. Busqué mi camioneta, estacionada unos cuantos metros cerca de la entra, y seguí aquel lujoso carro hasta donde fue necesario. Debía saber qué iba a hacer aquella mujer. Creo que me obsesioné.
Era difícil perder de vista a la limosina, así que me ubiqué unos 100 ó 150 metros por detrás, de manera de que no notaran que los seguía. Eran casi las 11.00 de la noche. La limosina rodó como 10 km. hasta que llegó a su des-tino: un lujoso paraje a orillas del mar con una enorme mansión de estilo sureño americano, de grandes columnas al frente y una gigantesca puerta blanca de madera. Antes de pararse al frente de aquella lujosa mansión, la limosina recorrió lentamente la redoma que se encontraba al frente. Acto seguido, un musculoso individuo vestido de traje negro se acercó a la puerta de la limosina, abriéndola para que Laura, despampanante y hermosa, se bajara del vehículo. Llevándola del brazo la dirigió hasta la puerta donde otro gorila le abría amablemente.
Se internó en la lujosa casa, desapareciendo de mis ojos. Los dos gorilas quedaron afuera; uno de ellos se comunicó por su radio personal con otro punto, quizá anunciando la llegada de Laura. La limosina se aparcó en un improvisado estacionamiento que se hallaba cerca de la casa. Una choza, perfectamente iluminada, servía de lugar de esparcimiento y descanso para la casi decena de chóferes de limosina que allí se encontraban. Tomé mi cámara y le coloqué el lente de 500 mm para poder observar a la distancia qué pasaba en el interior de la casa. Me ubiqué, todavía dentro de mi camioneta, en el ala sur de la mansión. Desde allí se veía un conglomerado de personas que bebían y conversaban cerca de una piscina iluminada. Otros estaban dentro de la piscina. Era una especie de tertulia del jet set. Mucha comida, bebidas y gente bien vestida, pero no veía a Laura.
Decidí ir a pie hasta la pared que estaba cerca de la piscina, a unos 100 metros. Era un grueso muro de unos 3 metros de alto, forrado de enredaderas, y culminado en una maraña de púas. Algo difícil de franquear. Caminando, tal vez por la desesperación de ver qué demonios hacía Laura allí dentro, decidí ir camino arriba, bordeando la pared perimetral de la casa. A unos 200 metros de donde me encontraba, una puerta, de madera rústica, se apareció de repente entre las enredaderas del muro blanco. Estaba abierta y sin pensarlo dos veces entré. No había nadie, ya estaba casi detrás de la casa y el ángulo visual que tenía desde allí me dejaba ver hacia el interior de la misma. Enfoqué el lente, buscando lo íntimo de la mansión. De pronto, allí estaba Laura, hablando con un señor de traje blanco y una copa de licor en su mano izquierda. Ella se reía de las cosas que el viejo le decía. Rodilla en piso y cámara en mano, yo seguí allí, bajo la luz de la Luna, arriesgando mi integridad física y sin saber todavía ni por qué ni para qué. Ella seguía conversando, ya no sólo con el viejo del traje blanco, sino con muchos más que se acercaban, algunos acompañados de despampanantes mujeres y otros solos. Me di cuenta de que se trataba de una fiesta, algo se celebraba… por lo menos eso creía.
De pronto, algo que no sé explicar, me dio las fuerzas suficientes para penetrar en aquella fiesta. Debía acercarme a Laura, tomarla de un brazo y sacarla de allí; la quería para mí, ella había sido mía, aunque sea de mis ojos. Fue una especie de carga emocional que me dio una fuerza de voluntad que nunca antes había sentido. Me levanté del piso, fui caminando lentamente, colina abajo en una pequeña pendiente que estaba detrás de la piscina, cerca de donde se concentraba la mayor cantidad de personas aquella noche. Cámara en mano, ataviado de blue jean y en manga de camisa, salté por sobre una cerca de unos 50 cm de alto. Todavía nadie me había visto, ni siquiera quienes estaban cerca de la alberca. Uno que otro miró con indiferencia a un fotógrafo que pasaba por su lado. Me interné entre los invitados; eran unos 50 ó 70, tal vez. Me esforcé por no llamar mucho la atención, pero eso no me costó mucho, cada quien estaba concentrado en su conversación, otros en la pareja que tenían al lado, y los demás en la piscina, besándose y acariciándose. El ambiente era inigualable, propio de una orgía refinada. Para suerte mía no era el único con cámara. Había otros fotógrafos por aquí y por allá, seguramente contratados por los dueños de la fiesta o uno que otro curioso aficionado invitado a la tertulia. Pero igual me sirvieron de coartada para hacer mi infiltración sin levantar sospechas. Apresuradamente me fui hasta donde estaba Laura, cerca aún del viejo de traje blanco. Atravesé un río de gente hasta llegar a ella, la tomé por un brazo y su cara fue la mejor muestra del asombro que sintió al verme allí.
—¿Qué haces aquí? —Preguntó con vehemencia. —¡Estás loco? No puedes estar aquí; te van a sacar a patadas.
—Vente conmigo. —Le pedí.
—Por favor vete…
—No me voy de aquí sin ti.
—Me lastimas, suéltame.
Estaba como descontrolado, no sabía qué hacer. El viejo del traje blanco poco notó que ya Laura no estaba a su lado, sino conmigo en un rincón de la enorme sala. Como pude la saqué de aquella habitación y la llevé por un largo pasillo de puertas a cada lado. Estaba más dócil, sentía que le había gustado el hecho de verme allí. A mitad del pasillo me detuve, la miré a los ojos y le dije que la quería poseer, que por favor se fuera conmigo.
—No puedo —Me dijo con voz de frustración—. De verdad debo quedarme.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué te obliga a hacerlo?
—No te puedo decir, sólo sé que debo quedarme y tú debes irte.
De pronto, una puerta detrás de nosotros se abrió, dos mujeres, riéndose, salieron de allí. Antes de que se cerrara la puerta pude ver que se trataba de un baño. Tomé a Laura del brazo, una vez más, y nos metimos al baño. Ella se dejó llevar. Seguros estábamos que nadie nos había visto entrar. Cerré el picaporte de la puerta y volví sobre mis talones para encontrarme de frente con Laura quien estaba recostada del lavamanos.
—Ahora no me dirás que no puedes quedarte aquí conmigo —Le dije con una voz baja y tenebrosa.
—No hables tanto. —Dijo Laura— Si me vas a poseer que sea ya, antes de que me arrepienta.
Me abalancé sobre ella, besándola con frenesí. Ella respondió a mis besos quizás con más pasión que yo. La tomé por la cintura y lentamente fui subiendo la falta de su vestido negro. Ella lanzó su cabeza hacia atrás y me dejó su cuello para que lo besara y lamiera. Mordí sus hombros con la boca lo más húmeda que pude mientras mi mano derecha estrujaba con ardor su nalga y la izquierda su seno derecho. Comenzó a desabrocharme la camisa y yo a bajarle las bragas, un diminuto hilo que apenas cubría su podado monte de Venus, finamente definido en la parte alta de sus labios mayores. Toqué con mis dedos su vulva, caliente y preparada para ser penetrada con su lubricante natural. Sus gemidos se apagaban en mi pecho, al cual besaba con una minuciosa dedicación. Era ella una combinación de fiera salvaje con un poema de Neruda. Se escuchaban al fondo las voces confundidas de los invitados a la fiesta y la música electrónica que amenizaba la reunión. Temí por un momento que pudieran intentar abrir la puerta del baño, pero luego lo olvidé por completo. Estaba concentrado en los enormes y definidos senos que hacía sólo unas horas había podido ver cómo se inflamaban de excitación provocada por su dueña.
Sentía que me ahogaba con el pezón dentro de mi boca, no podía abrirla más aunque quisiera. Laura levanto una pierna y la pasó por mis glúteos, mientras se apoyaba de la mesa del lavamanos de mármol. Comenzamos a jadear como animales, la quería poseer, pero sabiendo ya que sería mía, aletargué ese momento lo más que pude. Ya su vestido estaba en el piso, ella desnuda frente a mí, vulnerablemente sexy. Me aparté para verla mejor, ella ubicó ambas manos sobre la mesa de mármol e inclinó la cabeza hacia la derecha, yo era su cámara fotográfica para ese momento. Me desabotoné el pantalón y me despojé de los zapatos con la punta de los pies, lanzándolos a donde mejor cayeran. Laura se acercó y detuvo mi intención de quitarme el jean: ella quería hacerlo. Yo no llevaba ropa interior y eso la excito más, un asombro se dibujó en su rostro cuando se percató de mi estilo al vestir. Ya mi erección era absoluta y ella simplemente se limitó a saciar, primero sus ganas de hacerme sexo oral y, segundo, mis deseos desenfrenados de saber qué tan buena podía ser aquella mujer con su boca y mi miembro viril. La mente se me nubló por instantes, no pude evitarlo. Introdujo todo mi pene en su boca; lamió mi inflamado glande e hizo placeres con toda mi zona erógena por preferencia. Entre tanto derroche de ganas, deseos y roces, había olvidado por completo a mi cámara, que estaba tirada en el suelo de aquel espacioso baño. Detuve por momentos el frenesí de Laura con mi pene para ir por la Canon. Ella se sorprendió.
—¿Me vas a tomar fotos? —Dijo, con estupor.
—Claro, no pienso desperdiciar este momento ni estas escenas.
Una sonrisa de complicidad se dibujó en su cara. Yo me coloqué otra vez frente a su figura arrodillada y le pedí que continuara haciendo lo que a bien había comenzado hace unos instantes. Mientras me saboreaba el pene y lo introducía repetidamente en su cavidad bucal, yo iba haciendo fotos y fotos. Ella miraba de vez en cuando la lente y su picardía quedaba impresa en la retina digital de la cámara. Hubo un momento en el que hacer fotos para mí era imposible, el placer que me causaba la felación que me hacía Laura no me dejó siquiera mantenerme en pie. Fue algo intenso, ella sabía dónde lamer y donde succionar. Era toda una experta en el arte de la felación. Tuve que detenerla, un minuto más y mis fuerzas se hubiesen escapado a través de un chorro de semen que humedecería sin más ni menos el rostro de mi improvisada amante. Sentí que perdía fuerzas en mis piernas y casi obedezco a una involuntaria genuflexión ante ella.
La subí por los brazos hasta que su cuerpo desnudo quedara erguido frente al mío. Ella improvisó una atrevida posición sobre la mesa de mármol, posando sus glúteos sobre ella y abriendo sus piernas, dejando al descubierto todo su sexo húmedo y caliente. Pasé toda la superficie de mi lengua sobre la abertura que me ofrecía su expandida vulva. Sus gemidos fueron en aumento a medida que hurgaba impacientemente su clítoris inflamado y duro. Ella me ayudó en mi afanosa labor, abriéndome pasó con sus manos dejándome libre la zona que más placer le gustaba que le lamiera: el reducido espacio entre su clítoris y su orificio urinario. Arranqué gritos de placer de la boca de Laura, que ahora realizaba sonidos guturales, producto de la exquisita sensación que le provocaba mi cunnilingus. A medida que yo lamía y besaba su vulva, Laura, cámara en mano, me iba tomando fotos que dejaban en evidencia eterna mi gusto por realizar tan apetecible acto impúdico. Un orgasmo profundo y bien sentido estalló en Laura, su sudor mojó sus sienes y pechos. Otro orgasmo, esta vez más intenso hizo que me separara de ella, pues un espeso chorro de algo que parecía orine salió de su vulva. Mientras esto sucedía yo tomé la cámara y le hice unas tres fotografías, las que pude; ella seguía estimulándose con sus dedos índice y anular a la vez que el líquido dejaba de emanar por momentos. Fue una experiencia bien intensa, tanto para ella como para mí.
—Por favor, cógeme. —Me pidió sin más reparo. —Ya no aguanto más…
De inmediato la coloqué de espaldas a mí. La tomé por la cintura e introduje con salvajismo mi pene en su más que húmeda vagina. Era increíblemente estrecha y estaba de un caliente que ardía. Mis impeles fueron en aumento progresivo, así como sus gritos.
La halé por el cabello y le pedí que me besara. Su boca era una cueva ardiente con ansias de ser probada. Azoté con improvisado ritmo sus vulnerables nalgas, pintadas con una atractiva dupla tonal, gracias a sus días en la playa. Un exótico corazón rojo estaba tatuado en su nalga izquierda. No sé por qué antes no lo había notado… Me obligó a sentarme sobre el WC. Una vez allí, se posó sobre mí, de frente, y sus movimientos pélvicos fueron avasallantes. Cada impele provocaba una especie de vacío en mí, sentía que se me iba el alma a través de su vagina y que me quedaba endeble ante tanto poder y pasión. Colocó sus manos en su cabeza, tomándose el cabello a la altura de sus sienes húmedas. Se frotaba los senos con ardor mientras subía y bajaba con todas sus fuerzas, metiendo y sacando mi pene dentro de su vagina. Todo lo hacía con un ritmo apabullante, incontrolable y feroz. Sus orgasmos se perdieron en mi cuenta y créanme que no me esforcé en lo más mínimo para hacer que ella llegara con facilidad a tocar el cielo. Era toda una fiera sexual.
La levanté y la llevé a la ducha. Abriendo la regadera para que el agua nos mojara, la penetré, mientras sus piernas me abrazaban por la cintura. Sus brazos servían de gancho en mi cuello para que su peso reposara con holgura y mis movimientos permitían una acompasada acción de entrar y salir. Había olvidado por completo mi cámara. Estaba tirada en medio de la habitación de baño, una vez más. Le pedí a Laura que me esperara un momento, algo se me había ocurrido. Coloqué la cámara sobre la mesa de mármol, desde allí le activé el modo automático y ésta haría fotografías cada 30 segundos hacia un mismo plano. Volví a colocarme frente a la cámara junto con Laura y continuamos follando. La incandescente luz del flash alumbraba nuestro lujurioso accionar cada medio minuto. Las posiciones cambiaron y los orgasmos llegaron; la satisfacción quedó reflejada en más de un fotograma. Fue una experiencia extraordinaria. Cansados pero satisfechos, continuamos bañándonos bajo el agua tibia de aquella regadera. De pronto, una mano tocó la puerta y una voz pronunció en nombre de Laura.
—¡Mi esposo! —Dijo Laura con voz entrecortada. Mi cara fue de asombro, pero no pronuncié palabra alguna.
—Sí, es mi esposo. El tipo de traje blanco que me acompañaba afuera. —No lo podía creer. Ese viejo verde de traje elegante era el esposo de semejante monumento natural.
—Él me invita a estas reuniones donde se realizan orgías.
—Y, ¿con qué finalidad?
—Para sentir placer mientras otro me hace el amor. —Creo que mis ojos se desorbitaron por un momento, pues Laura no puedo controlar la risa. Salió de la ducha y fue a buscar sus cosas. La voz que la llamaba cesó de hacerlo.
—Pero, explícate mejor. —Le dije.
—Bueno, yo tengo varios años casada con él; desde hace algunos cuantos su capacidad sexual ha aminorado. Él me ama y no quiere que yo sufra por su impotencia, por eso me invita a estas fiestas privadas y exclusivas donde, además de intercambiar parejas, la gente viene a derrochar su sexualidad.
—Y, ¿será que tu marido no sabe que existe el Viagra?
—Ja, ja, ja… Claro que sabe; pero no puede ingerir ese tipo de medicamentos, por su corazón.
—Definitivamente, está jodido.
—Sí…
Ya arreglados y vestidos salimos con disimulo de aquel baño. Cuando caminábamos por el pasillo, rumbo a la sala principal, su marido nos interceptó.
—Querida, ¿dónde estabas? —Exclamó el viejo de traje blanco. —He estado buscándote como un loco por todos lados.
—Me refrescaba un poco, cariño. Estaba acalorada.
—¿Quién es tu amigo? —Yo quería desaparecer como por arte de magia.
—Es un amigo, fotógrafo. Lo conocí en esta fiesta y hablábamos para una posible sesión fotográfica. ¿No te parece estupendo, mi amor?
—Oye, qué bueno. Un placer, amigo. —Me dijo, mientras extendía su mano buscando la mía. Estreché su mano con cierto recelo.
—Mi vida, ¿qué te parece si invitamos a tu amigo, el fotógrafo, a que nos acompañe esta noche en la piscina? —No entendía su propuesta. Inclusive me dio miedo al pensar en lo peor.
—No sería mala idea —irrumpió Laura— de hecho sería divertido que nos fotografiara mientras estamos allí.
—No se hable más —dijo el viejo del traje blanco—, véngase con nosotros, la va a pasar muy bien.
Acompañado de aquella pareja de extraños amantes, me fui camino a la piscina. Allí, ya la rumba orgiástica se había encendido. Hombres y mujeres se daban con todo, dentro y fuera de la piscina. El Dj era inspirado por una rubia despampanante que le ofrecía una succión en su pene de espanto y brinco, mientras este pinchaba discos y más discos. Más a la orilla de la piscina, un grupo como de tres hombres y cuatro mujeres practicaba una serie de posiciones donde cada uno era estimulado por el otro. Cercano a la entrada a aquel harén erótico, un grupo de hombres y mujeres, tragos en manos, veían complacidos las diferentes escenas que se presentaban allí. Dentro de la piscina, otro grupo, algunas parejas, unos tríos y muchos otros, se follaban con dedicación mientras el agua caliente los estimulaba. Mi pregunta era: ¿qué demonios hacía yo allí y qué debía hacer ahora que ya estaba metido en eso?
Le arrebaté un trago a un mesero que pasaba por mi lado, éste iba ataviado de traje de baño y corbatín. No sé qué bebida era, lo cierto es que la tomé hasta no dejar nada en el vaso shut. Era una bebida caliente y bien fuerte que me dejó por momentos ronco.
Laura se quitó la ropa y fue caminando hasta la orilla de la piscina. El viejo, con cara de cómplice, me invitó a seguirla con un movimiento de cabeza. Yo no supe qué hacer, hasta que la propia Laura me llamó con su mano. Me metí en la piscina, después de quedar completamente desnudo. Mi cámara quedó junto con mi ropa sobre la grama que bordeaba la alberca. Laura me tomó por el cuello y me besó. Yo correspondí con miedo, pero luego me fui aclimatando. El agua de la piscina era caliente y agradable. Froté sus nalgas y de inmediato mi erección llegó inminente. Ella, al sentirla, se penetró a sí misma y comenzó a moverse dentro del agua que nos daba un poco más arriba del ombligo. Sus movimientos eran lentos, nada que ver con el sexo de hacía rato, este era más apasionado. Quizá así le gustaba a su esposo. No lo sé. Yo no quería voltear a ver si el viejo del traje blanco nos miraba, mi temor era infundado, evidentemente. Pero entre besos y sexo logré mirarlo por sobre el hombro de Laura e, indiscutiblemente, gozaba mientras le hacía el amor a su mujer. A su lado un amigo disfrutaba, no sólo con nosotros, sino con todos los demás que tiraban como animales por todos lados. Yo comencé a sentirme mareado, quizá fue el trago, no lo sé; lo cierto es que me comencé a sentir extraño.
De pronto, un hombre se acercó a donde estábamos Laura y yo, y sin pedir permiso siquiera la penetró por detrás. Creo que Laura lo conocía, porque apenas lo vio le sonrió y simplemente, él, siguió en su afanosa tarea. Por momentos me corté, pero no dejé de hacer lo que estaba haciendo. Laura tomó otra actitud, más lujuriosa. Yo simplemente continué dándole duro. Así como llegó el hombre que tenía enganchada a Laura por su ano, una mujer de tez morena y ojos verdes se aproximó a donde estábamos nosotros. Buscó la boca de Laura primero, besándola y mordiéndola, y luego buscó la mía con las mismas intenciones. Me sorprendió un poco, pero a esas alturas del partido ya nada me sorprendía, lo que sí me tenía preocupado era el extraño mareo que sentía. La mujer de tez morena me sacó el pene de la vagina de Laura y me llevó a un lado de la piscina, mientras me besaba. Yo logré ver a Laura pero ella no me vio a mí, seguía follando con aquel hombre. En la misma posición en la que tenia a Laura aquella mujer se penetró y comenzó sus movimientos pélvicos. Su vagina era más ancha que la de Laura y eso lo noté rápidamente.
Pero lo que siguió a continuación no lo podré contar aquí. ¿Por qué? Pues, simplemente, no lo retuve. Mi último recuerdo fue a aquella morena sobre mí, besándome y metiendo y sacando mi pene en su vagina. Después de eso no recuerdo más, salvo que estaba acostado, desnudo sobre la cama de mi hotel, muy cansado pero entero, eso sí. Sobre la mesa de noche, mi cartera, celular y las llaves de mi camioneta. De resto, no recordaba ni cómo había llegado allí. Llamé a la recepción del hotel, preguntando si sabían cómo y con quién había arribado esa noche. La única respuesta que obtuve es que llevaba más de 24 horas durmiendo y que no sabían quién o quiénes me habían dejado en mi habitación. Sólo había un registro de llave del cuarto a las 6.30 a.m. del día domingo. Ya era lunes, 9.50 de la mañana. Desperté con un hambre de mil demonios, el cuerpo me dolía una barbaridad y estaba visiblemente demacrado, con ojeras que parecían bolsas de té y una barba de tres días.
Bajé al spa del hotel y me hice dar un masaje recuperador y un baño en el jacuzzi me devolvió a la vida. Almorcé y decidí salir a buscar a Laura. Mi camioneta estaba intacta y dentro de ella mi cámara, tal cual como la recordaba. De inmediato la encendí y revisé la memoria; todas y cada una de las fotos estaban allí. De hecho las últimas me mostraban a mí poseyendo a la morena de ojos claros. Jamás supe quién pudo haber tomado las fotos, pero eran una prueba irrefutable de que lo que había vivido aquella noche no fue mentira. Encendí el motor y fui rumbo al hotel de Laura. Entré al lobby pero no me supieron dar respuesta de ninguna mujer llamada Laura. Salí corriendo y abordé nuevamente la camioneta, esta vez hacia la mansión en donde ocurrió todo. Al llegar al lugar encontré a un grupo de personas recogiendo lo que parecía ser todo el inmueble del lugar. Se llevaban hasta el mueble del Dj; no lo podía creer. Acto seguido, abordé a quien parecía ser el jefe de los hombres que cargaban todas las pertenencias desde la casa a unos camiones enormes.
—La verdad no sé qué decirle. —Me dijo el hombre de barba y lentes correctivos. —Lo único que sé es que debo ir a montar otra de estas casas a las cercanías de Playa el Agua.
—¿Cómo que a montar otra de estas casas?
—Sí. Trabajo para una empresa que monta espectáculos de orgías y este fin de semana nos tocó esta vieja casa que remodelamos sólo para esta ocasión.
—¿O sea, que aquí no vive nadie?
—Por supuesto que no. ¿Quién se prestaría a hacer algo así en su casa? La volverían un asco, como ocurrió con esta. Se sorprendería si supiera las cosas que encontramos en cada casa que desmontamos después de una orgía.
Si antes dije que ya nada me sorprendía, me equivoqué. Desanimado y con ganas de salir gritando como un loco, volví a mi camioneta. Era imposible que lograra encontrar a Laura después de todo aquello. Fui a mi hotel, empaqué y salí rumbo al Ferry. Compré mi pasaje, abordé con mi camioneta y salí de aquella isla, con un saco de recuerdos confusos, una maleta de nostalgia y un baúl de eventos sorpresivos que jamás pensé vivir. Debía volver a mi realidad: mi trabajo, mi mujer y mis hijos; porque sí, no se los había comentado porque seguramente no habría sido igual la lectura de este relato: soy casado, tengo dos hermosos hijos, una hembrita de 5 años y un varón de 12 que, junto a mi esposa, una exitosa abogada, y yo conformamos una bella y perfecta familia. Sí, reconozco que pensé en ellos antes de hacer lo que hice; pero, como dije en su momento, una fuerza interior me decía “adelante” y viví una experiencia que jamás había vivido ni creo volver a vivir nunca más…

Como nuestro protagonista, muchos hombre (y a veces mujeres también) corren el riesgo de ser seducidos por las tentaciones carnales, olvidando por completo los peligros a los que se exponen. Fiestas como las aquí relatadas, suceden casi a diario en nuestro país. Muchas son las parejas que entran y salen de este tipo de fiestas, orgías y tertulias donde, además de sexo, la droga está a pedir de boca. Lo que le sucedió a nuestro protagonista no fue más que una intoxicación por burundanga, una sustancia soporífera que se le administra a una persona muchas veces para robarle. Este, afortunadamente, no fue el caso de nuestro amigo, quizá porque el nivel cultural de quienes conformaban la reunión era al-go elevado y su intenciones, evidentemente, eran otras; de lo contrario, hubiese podido ser víctima de hurto (incluso bajo el consentimiento de la víctima, debido a los efectos de la droga), desmembramiento de algunos órganos (para luego ser vendidos en el mercado negro), contagio de enfermedades, violación e incluso hasta la muerte.

Que sirva este relato para quienes, de manera irresponsable, le otorgan a esta actividad descabellada un momento en sus vidas. Lo heterosexual y con-fiable es más sano y lógico que lo depravado de un momento de lujuria y pasión de manos de quienes menos piensan en su propio bienestar.

Bajo el roble viejo

Debía ser rápido. Mónica estaba excitada y yo también. Nos habíamos tocado apenas un poco, pero lo que más nos excitó fue el baile. Había tanta gente en la pista que estoy seguro que nadie pudo notar que ella me acercaba con fuerza su pelvis a mi abultado pantalón. Era un baile erótico frente a todos pero bien camuflado entre los cincuenta de cuerpos que danzaba en la enorme sala de baile. Pero ya ese episodio había transcurrido y no hizo otra cosa que acelerarnos el pulso y contagiarnos de un apetito voraz por quitarnos las ganas el uno al otro. No la había besado, sólo mis labios había rozado levemente los suyos mientras nuestros cuerpos se movían al compás de la música de la orquesta. Pude oler su aliento, cálido. La miré y acerqué mi mano por debajo de la mesa. Los invitados ni se percataron de que mis dedos buscaban afanosamente bajarle las bragas para luego hurgar dentro de su húmeda vagina. Mónica estaba demasiado excitada, de hecho, me preocupaba que el resto de los presentes se percataran de su rojizo matiz y su respiración acelerada. Su vestido era lo suficientemente largo como para cubrir la mayor parte de mi mano que entraba, cual ladrón nocturno, en búsqueda de un solo objetivo. Éramos los únicos sentados, el resto estaba bailando la “hora loca”. Ya no podía más, mis dedos estaban húmedos debido al flujo vaginal de Mónica. Saqué mi mano y me llevé los dedos a la boca, lamiéndolos con pasión. Al verme hacer eso, Mónica se excitó más y me besó. Por fin pude probar sus carnosos labios, a la vez que mi lengua intentaba afanosamente entrar más y más en su cavidad bucal. Yo respiraba con dificultad, mi corazón latía a mil por minuto y, de no buscar un lugar más discreto, poseería a Mónica sobre la mesa de invitados, luego de quitar el estorbo de vasos, centro de mesa, whisky, delicateses y demás.
La tomé de la mano y la saqué de la reunión, pasando entre el “trencito” que nuestros amigos habían hecho para bailar la “Conga” de Montaner. Los recién casados lideraban la tertulia, animosos y alegres. No se percataron de que Mónica y yo avanzábamos hacia la salida. Una vez afuera, vi a ambos lados de la calle de valet parking y busqué un lugar ideal para fornicar salvajemente con Mónica. Cerca al estacionamiento principal del salón de festejos había un enorme árbol de roble, frondoso y de tallo grueso. Hacía una formidable sombra debajo de él, producto de la luz artificial que provenía del inmenso farol que alumbraba a los vehículos estacionados. Casi corriendo, fuimos a dar a la parte más oscura detrás del roble viejo. Inmediatamente me despojé del saco del frac que llevaba puesto, quitándome con rapidez la faja y el corbatín; Mónica, emulando mi frenesí, apenas se subió el vestido azul de lentejuelas, se bajó las bragas hasta los tobillos y me esperó recostada del árbol. Con más excitación y lujuria que antes, me dispuse a besarla. Su boca ardía de pasión, y sus ganas se podían oler en el ambiente frío de la noche. Ya mis pantalones estaban ensuciándose en el piso engramado y mi erecto pene buscaba la vagina de Mónica. No se podía perder tiempo.
La penetración fue suave y delicada, como intentando saborear el momento con nuestros sexos. Un leve gemido se escapó por su boca y yo lo opaqué con un beso. Ya estaba dentro de ella, no hice movimiento alguno aunque mis instintos me forzaban a iniciar un salvaje impele que le provocara un rápido orgasmo; pero preferí esperar. Quería que el calor interno de su vagina “quemara” mi pene. Estaba hirviendo. Ella comenzó una serie de contracciones vaginales que le provocaban una sensación demasiado agradable a mi miembro. No nos movimos por un lapso de uno o dos minutos. Simplemente hacíamos el amor sin movernos. Ya, sin poder aguantar un instante más, comencé a sacar y meter mi pene con un rítmico movimiento. Al fondo la música que se escuchaba nos servía de estimulación para nuestro “baile”. Despojé sus inflados senos de aquella lujosa vestimenta y me dispuse a besar sus rosados pezones. Sus gritos fueron en aumento y sus piernas se subieron hasta rodear mi cadera. Yo no dejaba de meterlo y sacarlo. Su boca era una llamarada ardiente de pasión que emanaba gemidos y aliento vehemente.
Cansados por el ajetreo de nuestro sexo furtivo, cambiamos de posición. Ahora ella tomó con ambas manos el tronco del árbol y se aferró a él de frente, dejando su espalda hacia mí. Yo tomé sus nalgas con mis manos y la penetré nuevamente, esta vez con más ardor y pasión. Sus blancos glúteos quedaron a merced de mi ocio. Al cabo de un rato estaban enrojecidos por las repetidas nalgadas que, en un principio, le propiné por iniciativa mía, pero que después fueron pedidas por ella misma. El lugar era perfecto, nadie podía saber que estábamos allí. Mis sienes estaban húmedas por el fragor de la jornada y su espalda brillaba con gotitas de sudor escarchado. La posición de sus piernas, erguidas buscando ser penetrada con perfección, dibujaba una excitante escena, debido al refinamiento de sus líneas. Me pidió que me acostara en la grama. Obedecí casi sin poder hablar. Una vez allí, ella se sentó sobre mí sin colocar las rodillas en la grama, simplemente se agachó y dejó que mi pene entrara. Colocó sus manos en mi pecho y, inclinándose un poco hacia delante, sosteniendo el vestido debajo de sus brazos, comenzó un frenético movimiento que en pocos minutos provocó un orgasmo simultáneo a ambos.
Sonriendo, como si de un triunfo merecido se tratara, Mónica se levantó, se puso su hilo, se bajó el vestido de lentejuelas y esperó a que me arreglara. Me besó en la boca, rozando su lengua con la mía y me miró a los ojos dándome unas sentidas “gracias”. Yo, anonadado por lo que estaba sucediendo, me apresuré a vestirme, ella simplemente me dejó sólo bajo la copa del roble viejo. Con parsimonia, Mónica se fue caminando hasta el salón, sola. Yo me quedé por unos instantes bajo el roble, pensando. El olor de su sexo estaba en mi piel, su sabor en mi boca y las ganas de poseerla se las había llevado con ella.
Esperaré un tiempo, a ver si nos recargamos de pasión y las ganas vuelven a unirnos. Aunque confieso que no creo volverla a ver, porque su matrimonio es dentro de un mes y su esposo, mi gran enemigo del liceo, no la soltará ni por un instante fuera de nuestras fronteras…

Bendita lluvia


No podía conciliar el sueño. Eran las 2.30 de la madrugada de aquel viernes en el que se suponía que estaría en farra con algunos amigos, luego del juego de béisbol. Pero la lluvia opacó todos los planes de quienes teníamos la esperanza de alborotarnos esa noche.
Como todo fanático, si el partido no se pudo ver, el resto de la noche no tiene sentido. Nada mejor que salir del estadio con unas cuantas cervezas en el cerebro para luego menear a unas chicas en la disco. Para un joven como yo, recién graduado de ingeniero, es la ley de la vida. Mi soltería me lo reclamaba y yo estaba ansioso por darle rienda suelta a la diversión noctámbula.
Pero esa noche del viernes no fue así. Se canceló todo desde las 6.30 de la tarde, cuando las primeras gotas comenzaron a caer. Esperamos un rato, pero en vez de amainar, la lluvia arreció a niveles sorprendentes. Varios árboles se cayeron cerca de mi edificio, pero sin saldos que lamentar. Definitivamente el juego iba a ser suspendido.
Mi mente estaba programada para ir a dormir tarde aquella noche, por eso no podía pegar un ojo; acostado en la cama, pasando de canal en canal mi televisor, vi pasar las horas. A eso de las 2.40 a.m. dejó de llover completamente, como que si se hubiese cerrado el grifo. Decidí salir.
Llamé a Eduardo y a Gregorio, pero ambos estaban dormidos, ni siquiera contestaron el celular. Quien sí atendió fue Martín, pero para decirme que estaba loco, que cómo era posible que después de tanta lluvia yo lo estuviese llamando para salir a tomarnos unas cervezas. Colgó.
Me puse una chaqueta, mis jeans de la buena suerte y encendí un cigarrillo mientras bajaba por el ascensor hasta el sótano de mi edificio. Al llegar allí escuché a alguien intentando infructuosamente encender un carro. No le di mucha importancia hasta que escuché una mentada de madre a todo pulmón. Más allá del improperio, lo que más me llamó la atención fue que la voz que lo pronunció era femenina, y eso alertó a mis instintos.
Caminé en dirección a donde provenía la voz y el sonido del motor al querer encender. Una joven como de unos 26 años estaba dentro de un Mercedes del 69, blanco, dándole al swicht del encendido hasta casi doblar la llave. Se veía algo preocupada.
—Creo que será imposible que lo enciendas. —Irrumpí—. Es mejor que dejes de intentarlo si no quieres dañar el arranque.
Una mirada de rabia me escaneó de arriba abajo, pero no pronunció ni una palabra. Di una bocanada al mi Marlboro e intenté alejarme.
—Si sabes tanto de mecánica, ¿por qué no me ayudas?
Me dio risa escuchar su voz de malcriada, pero no esbocé ni la más sutil de las sonrisas. Simplemente la vi a la cara y regresé.
—Era precisamente lo que quería ofrecerte, pero por lo visto no quieres ayuda.
—No es eso; —respondió la mujer, ya con una voz más calmada— lo que pasa es que estoy súper apurada y a esta chatarra se le ocurrió dañarse en este preciso instante.
—Pudiera traer mi carro hasta aquí e intentar auxiliarte, pero no tengo cables en mi carro para cargar tu batería. Así que de nada serviría. Déjame pensar…
Sin siquiera premeditarlo, la muchacha me dice que si no es mucha molestia que le dé la cola hasta donde ella pudiera tomar un taxi. Algo internamente me decía que sí, que lo hiciera. Pero no lo hice de inmediato. Lo pensé por unos segundos. Al ver que no contesté de ipso facto, la mujer se levantó del asiento del carro, alargó su mano derecha al frente y buscó estrechar la mía.
—Sandra. —Se presentó.
—Álvaro. —Respondí.
Al verla de pie pude constatar que casi llegaba a mi altura (mido un metro 80 centímetros), su cabellera era castaña, sus rasgos faciales eran finos y bien definidos. Su nariz era, en extremo, perfilada; su boca de labios delgados y sensuales. Realmente bella. Debajo del suéter, que llevaba puesto, se dibujaban dos enormes senos. El resto de su figura la descubriría momentos más tarde. Pero no desviemos los acontecimientos en su estricto orden cronológico.
Así pues, sería un demente si no aceptaba llevar a aquella hermosa mujer, incluso al mismísimo Infierno si así lo pedía. Así que, luego del protocolo de la presentación, le pedí que cerrara bien su carro y que me acompañara al mío.
—¿Vives aquí, en este edificio? —Pregunté.
—Sí, pero tengo poco tiempo. Me mudé hace un par de semanas.
Al verla caminar a mi lado, pude darme cuenta de que se trataba de una hermosa mujer. No sólo por su fisonomía, sino también por la forma de hablar, de expresarse. Imaginé que era una profesional, aunque no pregunté de entrada; sabía que la noche podía deparar nuevas aventuras, mi instinto me lo decía.
Subimos a mi carro, y fue en ese instante cuando le pregunté a dónde la llevaba.
—Debo buscar a una amiga, es mejor que me dejes cerca de una línea de taxis y yo luego resuelvo.
—Pues, no. —Dije con rotundidad—. Te llevo a donde debas ir, y si tienes que buscar a una amiga, lo haremos.
Levantando las cejas, sorprendida por mi tono tajante y decidido. Sandra no tuvo más que aceptar.
Salimos del estacionamiento, rumbo a casa de su amiga.
—Y, ¿tú que haces despierto a las 3.00 de la madrugada? —Preguntó— Bueno, es una historia larga. —Le dije, mientras dosificaba el aire acondicionado del carro—. Para hacerte el cuento corto, la lluvia arruinó mis planes de este viernes por la noche. Sin embargo salí a tratar de no perder toda la jornada.
—¿Quiere decir que vas a beberte algo?
—Exacto, mi querida amiga. ¿Tú vas a buscar a tu amiga para iniciar un plan similar?
—Sí.
—Entonces ya no beberé solo.
Una pícara sonrisa me convidó de inmediato a la tertulia. Sólo esperaba que su amiga no fuese una de estas muchachas recatadas, que piensan en novios perfectos y matrimonios con velo y corona sin sexo pre-marital.
Me dispuse a tomar la autopista. La lluvia no había amainado del todo y aún algunas gotas caían sobre el parabrisas de mi carro. Por momentos me sentí algo tímido al tener a aquella mujer en mi auto, pero decidí ir al ataque. Sólo me frenaba algo: si la amiga era más hermosa que ella, entonces me iba a arrepentir de flirtear con ella. Lo reconozco: soy así.
—¿Por qué decidiste salir con esta lluvia? —Pregunté.
—Tenía que salir —dijo, con una voz muy convincente—. Si no lo hacía me iba a morir como un vampiro sin sangre.
Su escalofriante comentario estuvo acompañado de una fingida sonrisa, a la que no le di importancia. Continuamos el camino.
Llegamos a la casa de su amiga, dentro de una urbanización poco conocida de la ciudad. Al llegar al frente de la casa se apagaron las luces de interior y la puerta de madera se abrió para dejar salir a una mujer blanca, de 1,75 metros de estatura, aproximadamente. Su cabello era negro como la noche y largo hasta un poco más debajo de los hombros. Su figura era delgada pero definida. Su rostro, el cual no pude ver hasta que abordó el carro, era de una belleza algo salvaje, pura e inocente a la vez. Sus ojos eran azules, de intensa hermosura. No llevaba mucho maquillaje y su ropa negra hacía resaltar lo blanco de su piel. Me volteé para verla mejor y esperar que su amiga me presentara. Agradecí a Dios por no haberme tirado encima de la mujer que llevaba a mi lado, pues su amiga me gustaba más, muchísimo más.
—Ella es Miriam —dijo Sandra—, mi amiga.
—De verdad es un inmenso placer, Miriam —dije mientras alargaba mi mano para estrechar la de ella.
Sin querer perder más tiempo arranqué del lugar con esas dos bellezas abordo. No quería que la luz del amanecer estropeara el momento. Pregunté a dónde querían ir y me dijeron que ellas me guiarían, que iríamos a un lugar exclusivo.
Manejé por alrededor de 30 minutos, por la vía vieja saliendo de la ciudad. De verdad, en todos mis años de rumbas y amaneceres con mis amigos, no había conocido nunca un lugar que quedara por aquella zona. Ciertamente debía tratarse de algo exclusivísimo.
En plena carretera, Sandra me pide que doble a la izquierda. Iba a dar contra un arbusto si le hacía caso. Frené y le pregunté si estaba segura. Su respuesta fue tan convincente y decidida que no me quedó ninguna duda en hacerlo. La trompa del carro se abrió paso entre los arbustos y el matorral. Sentí que caíamos a una especie de zanja, pero no muy pronunciada. Miré el rostro de Sandra para ver si estaba confundida o extraviada en la ruta, pero su cara me decía que esperaba con excitación la aparición de algo frente a nosotros. Entre tanto monte y rutas inciertas, desembocamos a una especie de camino de tierra. Me pidió que lo tomara. Avanzamos unos 500 metros y llegamos a una especie de colina. Me ordenó que frenara y que tocara la corneta del carro. Al hacerlo, unas luces se encendieron. Dos enormes faros me cegaron por completo. Una voz masculina me pidió que avanzara.
En la colina frente a nosotros había una puerta perfectamente camuflada. Una escotilla que se abría al pie de aquella pequeña montaña.
—¿A dónde me llevan? —Mi voz reflejaba claramente mi temor.
—No te preocupes —dijo Miriam—, es algo exclusivo que vas a disfrutar muchísimo.
Me imaginé un millón de cosas. Mi mente no dejaba de pensar. Mis células estaban alerta al 100% y mi corazón bombeaba más sangre que nunca.
Al pasar la entrada al pie de la colina, una vía de asfalto, dentro de una especie de túnel bien alumbrado, se presentaba frente a nosotros. No veía a nadie cuidando la entrada. Manejé a baja velocidad hasta llegar a otra puerta que estaba cerrada. Por el estrecho túnel sólo cabía un vehículo y de cada lado sólo había paredes de concreto gris.
La puerta se abrió elevándose del piso. Unas luces frontales dejaban dibujar la silueta de lo que parecía ser un hombre, ¡armado! Dije para mis adentros: “este es el fin”.
Fusil en mano, el hombre de chaqueta negra de cuero y pantalón oscuro se acercó al carro. Yo estaba que casi me cagaba encima. No quería voltear a donde estaban las muchachas para que no vieran el miedo en mis ojos. Bajé el vidrio para atender al hombre.
Se inclinó para ver quiénes venían dentro del vehículo.
—Hola, Marcos. —Dijo Sandra con voz de confianza.
—¡Caramba! Pensé que no iban a venir hoy.
La voz del hombre por momentos me tranquilizó, pero no del todo.
—Es que la lluvia nos retrasó un poco —dijo Sandra, en respuesta al saludo del hombre de negro—, pero mi amigo nos trajo.
—¡Qué bien, muchacho! —Dijo el hombre mientras metía su pesada mano dentro del carro para darme golpecitos en el hombro.
Con la misma efusividad, el hombre del fusil, Marcos, nos pidió que avanzáramos y que nos estacionáramos en el mejor puesto que encontráramos. Era un enorme estacionamiento. Hummers, Mercedes Benz, Lamborgini, Porsche, Ferrari, eran algunas de las marcas de vehículos que pude ver estacionados allí; incluso un par de Ducatti y tres Harley Davison estaban parqueadas cerca de la entrada del “exclusivo” lugar.
Ya un poco más calmado, me bajé del carro junto con las muchachas. Sus rostros dejaban ver lo emocionadas que estaban de haber llegado al sitio. Yo estaba un poco “cortado”, no sabía cómo comportarme en aquella situación, pero ellas me ayudaron. Cada una se colocó a mi lado tomándome de mis brazos, de manera de entrar así a lugar.
Otro vigilante, vestido de la misma manera que Marcos, estaba apostado en la entrada al lugar. Al verme con las muchachas hizo una leve reverencia con su cabeza y nos abrió las puertas del lugar.
Un vapor oloroso se estrelló en mi rostro, mientras que la música empezaba a penetrar por mis oídos. Luces de neón, láser, humo y mucha gente ocupaban la totalidad del enorme espacio que se encontraba justo debajo de la entrada a aquel extraño lugar. Había que bajar una escalera de dos niveles para llegar a la pista de baile. Había tantas mujeres como hombres, todos bien vestidos y con sus bebidas en la mano.
Avanzamos entre la multitud. Las muchachas saludaban a algunos de los allí presentes, quienes además dirigían una mirada de escrutinio a mi persona. Yo me sentía confiado de andar con aquellas bellezas, pero no estaba seguro cómo comportarme en aquel lugar.
Llegamos a un lugar donde había varias mesas. El lugar era más oscuro que el de la pista de baile. Allí encontramos una mesa vacía y nos sentamos en unas sillas bajas pero cómodas. De inmediato, un hombre vestido de cuero negro y peinado extrañamente se nos acercó preguntando qué desearíamos beber. Sandra pidió un vodka con hielo, mientras Miriam ordenó un mojito cubano. Al dirigirse a mí, el hombre me vio como si me tratara de un intruso. No le di importancia y le pedí un escocés con hielo. Tomó nota y se alejó.
—Es algo exclusivo este lugar ¿no? —Dije, tratando de romper el hielo.
—Sí —dijo Miriam—, pocas personas saben que existe.
Las personas alrededor iban muy bien vestidas, las mujeres eran bellísimas y los hombres parecían salidos de un gimnasio. Además de exclusivo, parecía que el lugar era excluyente, pues me pareció que había que ser bello para estar allí. Quizá por eso la mayoría de las personas me veían con extrañeza. Pero poca, o ninguna, importancia le di al asunto.
Llegadas las bebidas, comencé a tomar los primeros sorbos, no sin antes haber brindado con Miriam y Sandra. Esta última le pidió al mesero que le agregara al trago algo parecido a la granadina, lo cual le dio un llamativo tono rojizo a su vodka.
La música era una muy buena versión de temas electrónicos, muy bien mezclados por un Dj que se encontraba en las alturas de la disco. La gente se divertía, bailaba y, los más intensos, se besaban con frenesí. Hombres con mujeres y mujeres con mujeres. El ambiente parecía penetrar mi ropa y rasgar mi piel, buscando convidarme a entrar el calor.
Sandra bailaba sentada en su silla y Miriam bebía y reía. Se podía ver que disfrutaban estar allí. Yo, sorbo a sorbo, fui entrando en ambiente. Ya la timidez se había alejado de mí. Pedí tres tragos más y seguimos bebiendo. De pronto, Sandra nos invitó a la pista.
Había mucha gente bailando, pero logramos ubicarnos entre ellos para disfrutar de aquella penetrante música. Sandra era la más erótica con su baila, poco a poco fue contagiándonos a Miriam y a mí con su estilo salvaje y alocado, estrujando su cuerpo con el de nosotros y tomándonos de las manos. Al cabo de unos segundos, los tres bailábamos acompasadamente al ritmo de la música. Los tragos habían comenzado a hacer su trabajo.
Entre el frenesí del baile, Sandra me tomó por la nuca mientras su cadera llevaba un erótico vaivén que me incitó a seguirlo. Su frente se pegó a la mía y nuestro sudor se combinó irremediablemente. La tomé por la cintura y la pegué más a mí. Acto seguido ella se dio la vuelta y pegó sus esponjosos glúteos al cierre de mi pantalón. Puse una mano sobre su vientre y fui bajándola poco a poco, pero algo me detuvo: Miriam se había colocado detrás de mí, tan cerca como estaba yo de Sandra, y su mano detuvo el intento de la mía. Estaba en una especie de sándwich, donde yo era el hirviente “relleno”.
Así seguimos unos cuentos compases más, mientras nos sumergíamos en tan erótica danza. La vergüenza de los recién conocidos había quedado en el pasado. Yo estrujaba mi ya erecto pene en los glúteos de Sandra, mientras Miriam me emulaba frotando sus senos de mi espalda. Sentía que entrábamos en calor uno detrás del otro. El baile siguió su flujo natural, hasta que tuve a Sandra frente a mí, sus enrojecidas mejillas y su sudor bajando por sus sienes la hacía aún más hermosa y apetecible. Sus labios entreabiertos por el furor del baile eran una incitación escrita con mayúscula, quería besarla y sentía que ella quería que lo hiciera. Me dejé llevar por ese primitivo instinto, pero una mano se interpuso entre su boca y la mía. Era Miriam, quien impidió que probara aquellos libidinosos labios rojos. Pero mi sorpresa fue minúscula, pues no había impedido el ósculo, únicamente, lo que realmente quería era besar ella a Sandra. ¡Y lo hizo!
Mi pulso se aceleró mucho más, mi excitación subió a límites incontrolables y creo que media disco notaba mi erección. Al ver a aquellas dos hermosuras besándose frente a mí no supe qué hacer. Luego de aquel húmedo beso ambas me miraron y fue Sandra quien buscó mi boca con la suya. La besé lentamente. Su boca era puro fuego; su lengua una especie de nube hecha de serpientes que envolvía a la mía con frenesí. Acto seguido Miriam me besó. No lo recuerdo bien, pero creo que seguíamos moviéndonos al ritmo de la música.
Los movimientos eróticos que practicamos instantes antes eran ahora más intensos. Ya no había pudor. Decidí actuar con más libertad. Con Sandra frente a mí tomé sus manos y acerqué su cuerpo al mío, tomándola por sus nalgas fuertemente y estrujando mi ingle en su vulva. Eso la excitó y me lo dio a entender con un profundo beso que buscó mis amígdalas. Miriam seguía a nuestro lado, acariciando su propio cuerpo con ambas manos.
Todos los bailarines en ese momento parecían poseídos por el mismo espíritu erótico que nos poseyó a nosotros. Era una jauría sexual en pleno ritual.
Miriam se desabotonó un par de broches de su blusa y sus senos se presentaron imponentes frente a mí. Sin dudarlo un solo instante metí mi nariz en la hendidura que ambos hacían, mientras mis manos acariciaban los espacios en los que mi boca no podía laborar. El sexo entre nosotros tres era inminente, pero me pregunté: ¿lo haríamos en plena pista? Lo dudé por un instante, pero a fin de cuentas estaba decidido a hacer lo que fuera necesario, pero esa noche era mía, me sentía el dueño del mundo.
La música parecía subir de intensidad, el ritmo era más acelerado y nosotros tres ya no podíamos con tanta lujuria. Miriam nos tomó a Sandra y a mí por una mano y nos sacó de la pista. Por momentos pensé que detenía nuestro placentero juego sensual para siempre, pero no. Pasamos de largo la mesa donde estábamos antes y seguimos rumbo a otro ambiente dentro del lugar. Cerca de la pared que delimitaba a aquel sitio, unos lugares más reservados, con camas vestidas de seda roja y dorada, con cortinas de pedrería se presentaban ante nosotros incitantes. No me dio tiempo de apreciar con detalles el lugar y saber si alguien podía fisgonearnos mientras nos devorábamos allí dentro, pues Miriam prácticamente nos arrojó a Sandra y a mí sobre la mullida de enormes dimensiones. Ella, por su parte, se subió quedando de rodillas frente a nosotros, cerró detrás a sus espaldas la gruesa cortina y de quitó la blusa de un solo tirón. Sus senos desnudos y enormes quedaron vulnerables frente en frente de Sandra y a mí.
Rozó sus pezones para hacerlos endurecer y le pidió a Sandra que se los lamiera, a lo que ella respondió inmediatamente. Yo, sin perder tiempo, me quité la camisa y lenta y decididamente despojé a Sandra de su pantalón de cuero, dejando ante mis ojos sus desnudos y blancos glúteos. La ropa interior no era su mayor afición. Mientras Sandra lamía, chupaba y mordía los senos de Miriam, yo me las arreglé para lamer su vagina, colocándome acostado boca arriba por debajo de sus piernas.
Los gemidos comenzaron a aparecer, primero de Miriam y luego de Sandra. Yo traté de hacer mi trabajo lo mejor que pude. Me sentía henchido de tanto placer al ver a aquellas dos hembras darse placer una a la otra. Mi mente estaba nublada por el furor de aquel momento, por instante me dejaba llevar por el ritmo incontrolable de la situación. Creo que por momentos llegué a salirme de mi cuerpo, pues hay cosas que no recuerdo con claridad.
Lo cierto es que, después de saborear la húmeda vulva de Sandra, sentí cómo Miriam se deshacía de mi pantalón y mi bóxer, dejándome desnudo en la cama y tomando con prima mi pene, el cual llevó a su boca caliente y complaciente. Yo, mientras, seguía mi cunnilingus con Sandra.
Al cabo de un instante, le pedí a Miriam que se detuviera, mi eyaculación parecía inminente y no quería estropear el momento. Me arrodillé frente a ambas y besé a Sandra, Luego a Miriam, después nuestras bocas se unieron en u triple beso. Miriam comenzó a besar mi cuello mientras Sandra mordía mis tetillas. Creo que no podía sentir más placer en aquel momento. De pronto, sucedió algo que no sabría explicar con exactitud, pero trataré de hacerlo lo mejor posible: sentí como una especie de mordisco en mi cuello, por momentos pensé que se trataba de una especie de juego sexual de Miriam, pero segundos más tarde me percaté que no era así; me estaba abriendo dos orificios con sus dientes (o quizá colmillos) en mi cuello. No estoy seguro, pero creo que sus dientes aumentaron de tamaño y sus colmillos se debieron afilar como agujas. ¡Dios mío, estaba siendo atacado por dos vampiresas!
Intenté detener a Miriam, pero algo no me dejó hacerlo. Sandra bajó hasta mi pene y emuló a su amiga en su afán de dejarme sin sangre. Por momentos pensé que se trataba de una especia de alucinación a causa del licor, pero no era así. Dos vampiresas me estaban chupando la sangre, literalmente. Pero, a pesar del pánico que sentí, de lo confundido que estaba en ese momento, no dejé de sentir placer. Incluso, creo que se incrementó mi excitación.
Al principio, las mordidas que me propinaban Miriam y Sandra me provocaban un pequeño ardor, pero luego el placer que sentía era indescriptible. El juego sexual estaba ahora teñido de un rojo sangre, pero no dejaba de ser erótico y celestial.
Miriam, con su boca algo ensangrentada, se recostó en la cama y me pidió que le diera placer lamiéndole su vulva. Cual adicto a una droga, llevé mi boca hasta su vagina y comencé a lamer, chupar y morder su abultado clítoris. Su vulva era realmente grande, carnosa. Mientras, ella le hacía lo mismo a Sandra quien se encontraba encima. Eran unas lobas hambrientas, dos verdaderas vampiresas en toda la extensión de la palabra.
Luego de haber saciado a Sandra hasta el orgasmo, me pidió que la penetrara. Mientras acariciaba su propio clítoris con sus dedos, me pidió que la penetrara, que le diera todo el placer que ya ella me había dado. El interior de su vagina estaba extrañamente caliente, casi podría decir que me quemó mi pene, pero seguí adelante. A Miriam le excitó ver cómo penetraba a Sandra, y vino a darme besos ardientes mientras mis impeles hacían estragos en el ardor que sentía Sandra.
Miriam se recostó al lado de Sandra, boca arriba, y comenzó a masturbarse mientras nos veía a nosotros follar salvajemente. Sentí por momentos desvanecerme entre la pérdida de sangre y el furor de la orgía, pero me mantuve despierto porque no deseaba perderme un solo instante de tan singular noche.
Cuando había pensado que la adicción a la sangre de mis amigas había sido zaceada, Miriam arremetió contra mis muñecas, buscando desesperadamente su cara interna para asestarme otro mordisco sanguinolento, el cual me dejaría con unos cuantos mililitros menos de mi vital fluido. Estaba acostado con Sandra encima, cabalgando cual jinete del demonio y fornicando con furor incontrolable, mientras Sandra me desangraba por mis extremidades.
De pronto, y casi sin estar buscándolo, el torrente de semen comenzó a fluir copiosamente por mi pene, ante la golosa escena que presentaban Miriam y Sandra en busca de una buena porción en sus labios, como si de sangre se tratara. Era irónico estar ahí acostado, casi sin fuerzas y ver como ese par de lobas me dejaban sin fluidos corporales, estaban saqueando mi cuerpo y yo débil y enclenque no podía, por lo menos, aprovechar el morboso escenario que ante mí se elevaba. Intenté levantarme, pero ya no tenía fuerzas para hacerlo; caí una vez más sobre mi espalda, casi enterrado sobre el grueso edredón de seda que cubría la cama. A pesar de mi estado de debilidad no había perdido el conocimiento, aún mantenía los ojos abiertos y mi cerebro funcionaba a cabalidad, eran mis actitudes motrices las que no respondían.
Allí, moribundo y desangrado veía cómo Sandra y Miriam seguían besándose y acariciándose una a la otra, como intentando agotar ese torrente de excitación que aún corría por sus venas, esas mismas por las que ahora fluía mi sangre.
Una vez terminada la sesión de lesbianismo, ambas posaron sus miradas sobre mí y con picardía y complicidad se hablaron al oído. Acto seguido cada una se acostó a cada lado de donde yo estaba y sin mucho reparo clavaron nuevamente sus colmillos, tan afilados como antes, a cada lado de mi vulnerable cuello. Intenté detenerlas, pero lo único que pude fue rozar sus pezones, lo que me provocó una nueva erección. Al notarlo, Sandra se dirigió directo a mi pene y lo mordió con ferocidad. Este fue mi último recuerdo; mi cerebro dejó de funcionar.
No recuerdo absolutamente nada de lo que aconteció posteriormente. Mi cerebro me pidió despertar para verme dentro de mi carro, con un dolor de cabeza de puta madre, estacionado frente al edificio de donde nunca debí salir aquella noche. Mi reloj marcaba las 9.30 de la mañana. Al sentirme más lúcido, bajé el parasol y me vi las marcas de las mordidas en mi cuello; rosetones con puntos de sangre coagulada. Idénticas marcas en mis muñecas. En ese momento no quise ver mi pene, el cual estaba igual de marcado. No sabía qué hacer; ir a un hospital me parecía absurdo, ilógico. ¿Cuál sería la explicación que le daría a los médicos? Era una locura intentar ir a un sitio así, sin siquiera saber qué decir. Tomé la decisión de irme a mi casa, pero pensé por un momento en buscar a Sandra, quizá estaba en su casa y así podría hablar con ella.
Al bajar al estacionamiento busqué el Mercedes blanco, pero no había ni rastro de él, y mucho menos de Sandra. Subí al apartamento del conserje. Creo que le asustó mi apariencia, pero más aún le extrañó mi pregunta: ¿Una mujer recién mudada con un carro blanco? Por momentos pensé que estaba loco, pero al verme las marcas en mis muñecas sabía que no lo había soñado. AL edificio no se había mudado nadie en casi un año, no había registro de una visitante con las características de Sandra. Simplemente nunca había estado allí.
Con la poca fuerza que me quedaba, fui en busca de Miriam, a la casa a donde la habíamos ido a buscar la noche anterior. Y, ¿qué creen? No vivía nadie en esa casa. ¡Estaba completamente abandonada desde hace más de 5 años! Eso fue lo que me dijo un vecino.
Casi moribundo, con mi camisa manchada en sangre y con una sensación extraña en mi cuerpo, no puede evitar el vómito. Me aferré a la puerta de mi carro para no caerme, recuperé un poco las fuerzas y me dirigí a la solitaria carretera por la que anoche habíamos transitado rumbo al lugar misterioso.
Entré por la misma zona. Las marcas de mis neumáticos estaban aún en la tierra. Avancé con velocidad y al llegar a la colina lo que encontré fue una montaña maciza, sin rastro alguno de puerta o entrada secreta. No había nada que se pareciera al pasadizo secreto que había penetrado la noche anterior. Pensé que enloquecería, estaba aturdido y el llanto sobrevino a todo. Lentamente arranqué mi carro rumbo a mi casa.
Una vez allí, analicé con más detalle mis heridas. Un baño me hizo recuperar mis fuerzas, aunque el sueño ya era inminente. Debía descansar, mi cuerpo lo reclamaba. Caí como una piedra sobre mi cama.
Cuando desperté vi mi reloj, eran las 5.00 de la tarde. Sentí que había dormido más, pero apenas serían unas 6 horas. Mi sorpresa fue que al encender la TV me sorprendió ver la antesala al juego del domingo. Confundido por la situación, me fui a buscar mi teléfono y marqué a la casa de Martín.
—Caramba, por fin apareces —fue su primer comentario—. Te estuve buscando ayer, pero no te encontré por ninguna parte, ni en tu casa estabas.
—¿Ayer? —Pregunté.
—Sí. Pensé que irías con nosotros al cumpleaños de Eduardo. Te estuvimos esperando, pero no llegaste nunca.
—Espera un momento. ¿Qué día es hoy?
—¿Cómo? ¿Estás borracho? Hoy es domingo.
—No te lo puedo creer.
Sin titubear y sin darle explicaciones a Martín colgué el teléfono. Había dormido más de 28 horas corridas. Ni siquiera me levante para orinar ni tenía hambre. Respiré profundo, necesitaba aire fresco. Cuando llegue al balcón, la luz del atardecer pegó de mis ojos, casi encegueciéndome por completo, no la pude soportar. Caí al piso como si se tratara de una ráfaga de metralla lo que me había hecho retroceder.
Recostado a la pared del balcón pensé lo peor: me había convertido en un vampiro.