Bajo el roble viejo

Debía ser rápido. Mónica estaba excitada y yo también. Nos habíamos tocado apenas un poco, pero lo que más nos excitó fue el baile. Había tanta gente en la pista que estoy seguro que nadie pudo notar que ella me acercaba con fuerza su pelvis a mi abultado pantalón. Era un baile erótico frente a todos pero bien camuflado entre los cincuenta de cuerpos que danzaba en la enorme sala de baile. Pero ya ese episodio había transcurrido y no hizo otra cosa que acelerarnos el pulso y contagiarnos de un apetito voraz por quitarnos las ganas el uno al otro. No la había besado, sólo mis labios había rozado levemente los suyos mientras nuestros cuerpos se movían al compás de la música de la orquesta. Pude oler su aliento, cálido. La miré y acerqué mi mano por debajo de la mesa. Los invitados ni se percataron de que mis dedos buscaban afanosamente bajarle las bragas para luego hurgar dentro de su húmeda vagina. Mónica estaba demasiado excitada, de hecho, me preocupaba que el resto de los presentes se percataran de su rojizo matiz y su respiración acelerada. Su vestido era lo suficientemente largo como para cubrir la mayor parte de mi mano que entraba, cual ladrón nocturno, en búsqueda de un solo objetivo. Éramos los únicos sentados, el resto estaba bailando la “hora loca”. Ya no podía más, mis dedos estaban húmedos debido al flujo vaginal de Mónica. Saqué mi mano y me llevé los dedos a la boca, lamiéndolos con pasión. Al verme hacer eso, Mónica se excitó más y me besó. Por fin pude probar sus carnosos labios, a la vez que mi lengua intentaba afanosamente entrar más y más en su cavidad bucal. Yo respiraba con dificultad, mi corazón latía a mil por minuto y, de no buscar un lugar más discreto, poseería a Mónica sobre la mesa de invitados, luego de quitar el estorbo de vasos, centro de mesa, whisky, delicateses y demás.
La tomé de la mano y la saqué de la reunión, pasando entre el “trencito” que nuestros amigos habían hecho para bailar la “Conga” de Montaner. Los recién casados lideraban la tertulia, animosos y alegres. No se percataron de que Mónica y yo avanzábamos hacia la salida. Una vez afuera, vi a ambos lados de la calle de valet parking y busqué un lugar ideal para fornicar salvajemente con Mónica. Cerca al estacionamiento principal del salón de festejos había un enorme árbol de roble, frondoso y de tallo grueso. Hacía una formidable sombra debajo de él, producto de la luz artificial que provenía del inmenso farol que alumbraba a los vehículos estacionados. Casi corriendo, fuimos a dar a la parte más oscura detrás del roble viejo. Inmediatamente me despojé del saco del frac que llevaba puesto, quitándome con rapidez la faja y el corbatín; Mónica, emulando mi frenesí, apenas se subió el vestido azul de lentejuelas, se bajó las bragas hasta los tobillos y me esperó recostada del árbol. Con más excitación y lujuria que antes, me dispuse a besarla. Su boca ardía de pasión, y sus ganas se podían oler en el ambiente frío de la noche. Ya mis pantalones estaban ensuciándose en el piso engramado y mi erecto pene buscaba la vagina de Mónica. No se podía perder tiempo.
La penetración fue suave y delicada, como intentando saborear el momento con nuestros sexos. Un leve gemido se escapó por su boca y yo lo opaqué con un beso. Ya estaba dentro de ella, no hice movimiento alguno aunque mis instintos me forzaban a iniciar un salvaje impele que le provocara un rápido orgasmo; pero preferí esperar. Quería que el calor interno de su vagina “quemara” mi pene. Estaba hirviendo. Ella comenzó una serie de contracciones vaginales que le provocaban una sensación demasiado agradable a mi miembro. No nos movimos por un lapso de uno o dos minutos. Simplemente hacíamos el amor sin movernos. Ya, sin poder aguantar un instante más, comencé a sacar y meter mi pene con un rítmico movimiento. Al fondo la música que se escuchaba nos servía de estimulación para nuestro “baile”. Despojé sus inflados senos de aquella lujosa vestimenta y me dispuse a besar sus rosados pezones. Sus gritos fueron en aumento y sus piernas se subieron hasta rodear mi cadera. Yo no dejaba de meterlo y sacarlo. Su boca era una llamarada ardiente de pasión que emanaba gemidos y aliento vehemente.
Cansados por el ajetreo de nuestro sexo furtivo, cambiamos de posición. Ahora ella tomó con ambas manos el tronco del árbol y se aferró a él de frente, dejando su espalda hacia mí. Yo tomé sus nalgas con mis manos y la penetré nuevamente, esta vez con más ardor y pasión. Sus blancos glúteos quedaron a merced de mi ocio. Al cabo de un rato estaban enrojecidos por las repetidas nalgadas que, en un principio, le propiné por iniciativa mía, pero que después fueron pedidas por ella misma. El lugar era perfecto, nadie podía saber que estábamos allí. Mis sienes estaban húmedas por el fragor de la jornada y su espalda brillaba con gotitas de sudor escarchado. La posición de sus piernas, erguidas buscando ser penetrada con perfección, dibujaba una excitante escena, debido al refinamiento de sus líneas. Me pidió que me acostara en la grama. Obedecí casi sin poder hablar. Una vez allí, ella se sentó sobre mí sin colocar las rodillas en la grama, simplemente se agachó y dejó que mi pene entrara. Colocó sus manos en mi pecho y, inclinándose un poco hacia delante, sosteniendo el vestido debajo de sus brazos, comenzó un frenético movimiento que en pocos minutos provocó un orgasmo simultáneo a ambos.
Sonriendo, como si de un triunfo merecido se tratara, Mónica se levantó, se puso su hilo, se bajó el vestido de lentejuelas y esperó a que me arreglara. Me besó en la boca, rozando su lengua con la mía y me miró a los ojos dándome unas sentidas “gracias”. Yo, anonadado por lo que estaba sucediendo, me apresuré a vestirme, ella simplemente me dejó sólo bajo la copa del roble viejo. Con parsimonia, Mónica se fue caminando hasta el salón, sola. Yo me quedé por unos instantes bajo el roble, pensando. El olor de su sexo estaba en mi piel, su sabor en mi boca y las ganas de poseerla se las había llevado con ella.
Esperaré un tiempo, a ver si nos recargamos de pasión y las ganas vuelven a unirnos. Aunque confieso que no creo volverla a ver, porque su matrimonio es dentro de un mes y su esposo, mi gran enemigo del liceo, no la soltará ni por un instante fuera de nuestras fronteras…

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