
La penetración fue suave y delicada, como intentando saborear el momento con nuestros sexos. Un leve gemido se escapó por su boca y yo lo opaqué con un beso. Ya estaba dentro de ella, no hice movimiento alguno aunque mis instintos me forzaban a iniciar un salvaje impele que le provocara un rápido orgasmo; pero preferí esperar. Quería que el calor interno de su vagina “quemara” mi pene. Estaba hirviendo. Ella comenzó una serie de contracciones vaginales que le provocaban una sensación demasiado agradable a mi miembro. No nos movimos por un lapso de uno o dos minutos. Simplemente hacíamos el amor sin movernos. Ya, sin poder aguantar un instante más, comencé a sacar y meter mi pene con un rítmico movimiento. Al fondo la música que se escuchaba nos servía de estimulación para nuestro “baile”. Despojé sus inflados senos de aquella lujosa vestimenta y me dispuse a besar sus rosados pezones. Sus gritos fueron en aumento y sus piernas se subieron hasta rodear mi cadera. Yo no dejaba de meterlo y sacarlo. Su boca era una llamarada ardiente de pasión que emanaba gemidos y aliento vehemente.
Cansados por el ajetreo de nuestro sexo furtivo, cambiamos de posición. Ahora ella tomó con ambas manos el tronco del árbol y se aferró a él de frente, dejando su espalda hacia mí. Yo tomé sus nalgas con mis manos y la penetré nuevamente, esta vez con más ardor y pasión. Sus blancos glúteos quedaron a merced de mi ocio. Al cabo de un rato estaban enrojecidos por las repetidas nalgadas que, en un principio, le propiné por iniciativa mía, pero que después fueron pedidas por ella misma. El lugar era perfecto, nadie podía saber que estábamos allí. Mis sienes estaban húmedas por el fragor de la jornada y su espalda brillaba con gotitas de sudor escarchado. La posición de sus piernas, erguidas buscando ser penetrada con perfección, dibujaba una excitante escena, debido al refinamiento de sus líneas. Me pidió que me acostara en la grama. Obedecí casi sin poder hablar. Una vez allí, ella se sentó sobre mí sin colocar las rodillas en la grama, simplemente se agachó y dejó que mi pene entrara. Colocó sus manos en mi pecho y, inclinándose un poco hacia delante, sosteniendo el vestido debajo de sus brazos, comenzó un frenético movimiento que en pocos minutos provocó un orgasmo simultáneo a ambos.
Sonriendo, como si de un triunfo merecido se tratara, Mónica se levantó, se puso su hilo, se bajó el vestido de lentejuelas y esperó a que me arreglara. Me besó en la boca, rozando su lengua con la mía y me miró a los ojos dándome unas sentidas “gracias”. Yo, anonadado por lo que estaba sucediendo, me apresuré a vestirme, ella simplemente me dejó sólo bajo la copa del roble viejo. Con parsimonia, Mónica se fue caminando hasta el salón, sola. Yo me quedé por unos instantes bajo el roble, pensando. El olor de su sexo estaba en mi piel, su sabor en mi boca y las ganas de poseerla se las había llevado con ella.
Esperaré un tiempo, a ver si nos recargamos de pasión y las ganas vuelven a unirnos. Aunque confieso que no creo volverla a ver, porque su matrimonio es dentro de un mes y su esposo, mi gran enemigo del liceo, no la soltará ni por un instante fuera de nuestras fronteras…
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