Bendita lluvia


No podía conciliar el sueño. Eran las 2.30 de la madrugada de aquel viernes en el que se suponía que estaría en farra con algunos amigos, luego del juego de béisbol. Pero la lluvia opacó todos los planes de quienes teníamos la esperanza de alborotarnos esa noche.
Como todo fanático, si el partido no se pudo ver, el resto de la noche no tiene sentido. Nada mejor que salir del estadio con unas cuantas cervezas en el cerebro para luego menear a unas chicas en la disco. Para un joven como yo, recién graduado de ingeniero, es la ley de la vida. Mi soltería me lo reclamaba y yo estaba ansioso por darle rienda suelta a la diversión noctámbula.
Pero esa noche del viernes no fue así. Se canceló todo desde las 6.30 de la tarde, cuando las primeras gotas comenzaron a caer. Esperamos un rato, pero en vez de amainar, la lluvia arreció a niveles sorprendentes. Varios árboles se cayeron cerca de mi edificio, pero sin saldos que lamentar. Definitivamente el juego iba a ser suspendido.
Mi mente estaba programada para ir a dormir tarde aquella noche, por eso no podía pegar un ojo; acostado en la cama, pasando de canal en canal mi televisor, vi pasar las horas. A eso de las 2.40 a.m. dejó de llover completamente, como que si se hubiese cerrado el grifo. Decidí salir.
Llamé a Eduardo y a Gregorio, pero ambos estaban dormidos, ni siquiera contestaron el celular. Quien sí atendió fue Martín, pero para decirme que estaba loco, que cómo era posible que después de tanta lluvia yo lo estuviese llamando para salir a tomarnos unas cervezas. Colgó.
Me puse una chaqueta, mis jeans de la buena suerte y encendí un cigarrillo mientras bajaba por el ascensor hasta el sótano de mi edificio. Al llegar allí escuché a alguien intentando infructuosamente encender un carro. No le di mucha importancia hasta que escuché una mentada de madre a todo pulmón. Más allá del improperio, lo que más me llamó la atención fue que la voz que lo pronunció era femenina, y eso alertó a mis instintos.
Caminé en dirección a donde provenía la voz y el sonido del motor al querer encender. Una joven como de unos 26 años estaba dentro de un Mercedes del 69, blanco, dándole al swicht del encendido hasta casi doblar la llave. Se veía algo preocupada.
—Creo que será imposible que lo enciendas. —Irrumpí—. Es mejor que dejes de intentarlo si no quieres dañar el arranque.
Una mirada de rabia me escaneó de arriba abajo, pero no pronunció ni una palabra. Di una bocanada al mi Marlboro e intenté alejarme.
—Si sabes tanto de mecánica, ¿por qué no me ayudas?
Me dio risa escuchar su voz de malcriada, pero no esbocé ni la más sutil de las sonrisas. Simplemente la vi a la cara y regresé.
—Era precisamente lo que quería ofrecerte, pero por lo visto no quieres ayuda.
—No es eso; —respondió la mujer, ya con una voz más calmada— lo que pasa es que estoy súper apurada y a esta chatarra se le ocurrió dañarse en este preciso instante.
—Pudiera traer mi carro hasta aquí e intentar auxiliarte, pero no tengo cables en mi carro para cargar tu batería. Así que de nada serviría. Déjame pensar…
Sin siquiera premeditarlo, la muchacha me dice que si no es mucha molestia que le dé la cola hasta donde ella pudiera tomar un taxi. Algo internamente me decía que sí, que lo hiciera. Pero no lo hice de inmediato. Lo pensé por unos segundos. Al ver que no contesté de ipso facto, la mujer se levantó del asiento del carro, alargó su mano derecha al frente y buscó estrechar la mía.
—Sandra. —Se presentó.
—Álvaro. —Respondí.
Al verla de pie pude constatar que casi llegaba a mi altura (mido un metro 80 centímetros), su cabellera era castaña, sus rasgos faciales eran finos y bien definidos. Su nariz era, en extremo, perfilada; su boca de labios delgados y sensuales. Realmente bella. Debajo del suéter, que llevaba puesto, se dibujaban dos enormes senos. El resto de su figura la descubriría momentos más tarde. Pero no desviemos los acontecimientos en su estricto orden cronológico.
Así pues, sería un demente si no aceptaba llevar a aquella hermosa mujer, incluso al mismísimo Infierno si así lo pedía. Así que, luego del protocolo de la presentación, le pedí que cerrara bien su carro y que me acompañara al mío.
—¿Vives aquí, en este edificio? —Pregunté.
—Sí, pero tengo poco tiempo. Me mudé hace un par de semanas.
Al verla caminar a mi lado, pude darme cuenta de que se trataba de una hermosa mujer. No sólo por su fisonomía, sino también por la forma de hablar, de expresarse. Imaginé que era una profesional, aunque no pregunté de entrada; sabía que la noche podía deparar nuevas aventuras, mi instinto me lo decía.
Subimos a mi carro, y fue en ese instante cuando le pregunté a dónde la llevaba.
—Debo buscar a una amiga, es mejor que me dejes cerca de una línea de taxis y yo luego resuelvo.
—Pues, no. —Dije con rotundidad—. Te llevo a donde debas ir, y si tienes que buscar a una amiga, lo haremos.
Levantando las cejas, sorprendida por mi tono tajante y decidido. Sandra no tuvo más que aceptar.
Salimos del estacionamiento, rumbo a casa de su amiga.
—Y, ¿tú que haces despierto a las 3.00 de la madrugada? —Preguntó— Bueno, es una historia larga. —Le dije, mientras dosificaba el aire acondicionado del carro—. Para hacerte el cuento corto, la lluvia arruinó mis planes de este viernes por la noche. Sin embargo salí a tratar de no perder toda la jornada.
—¿Quiere decir que vas a beberte algo?
—Exacto, mi querida amiga. ¿Tú vas a buscar a tu amiga para iniciar un plan similar?
—Sí.
—Entonces ya no beberé solo.
Una pícara sonrisa me convidó de inmediato a la tertulia. Sólo esperaba que su amiga no fuese una de estas muchachas recatadas, que piensan en novios perfectos y matrimonios con velo y corona sin sexo pre-marital.
Me dispuse a tomar la autopista. La lluvia no había amainado del todo y aún algunas gotas caían sobre el parabrisas de mi carro. Por momentos me sentí algo tímido al tener a aquella mujer en mi auto, pero decidí ir al ataque. Sólo me frenaba algo: si la amiga era más hermosa que ella, entonces me iba a arrepentir de flirtear con ella. Lo reconozco: soy así.
—¿Por qué decidiste salir con esta lluvia? —Pregunté.
—Tenía que salir —dijo, con una voz muy convincente—. Si no lo hacía me iba a morir como un vampiro sin sangre.
Su escalofriante comentario estuvo acompañado de una fingida sonrisa, a la que no le di importancia. Continuamos el camino.
Llegamos a la casa de su amiga, dentro de una urbanización poco conocida de la ciudad. Al llegar al frente de la casa se apagaron las luces de interior y la puerta de madera se abrió para dejar salir a una mujer blanca, de 1,75 metros de estatura, aproximadamente. Su cabello era negro como la noche y largo hasta un poco más debajo de los hombros. Su figura era delgada pero definida. Su rostro, el cual no pude ver hasta que abordó el carro, era de una belleza algo salvaje, pura e inocente a la vez. Sus ojos eran azules, de intensa hermosura. No llevaba mucho maquillaje y su ropa negra hacía resaltar lo blanco de su piel. Me volteé para verla mejor y esperar que su amiga me presentara. Agradecí a Dios por no haberme tirado encima de la mujer que llevaba a mi lado, pues su amiga me gustaba más, muchísimo más.
—Ella es Miriam —dijo Sandra—, mi amiga.
—De verdad es un inmenso placer, Miriam —dije mientras alargaba mi mano para estrechar la de ella.
Sin querer perder más tiempo arranqué del lugar con esas dos bellezas abordo. No quería que la luz del amanecer estropeara el momento. Pregunté a dónde querían ir y me dijeron que ellas me guiarían, que iríamos a un lugar exclusivo.
Manejé por alrededor de 30 minutos, por la vía vieja saliendo de la ciudad. De verdad, en todos mis años de rumbas y amaneceres con mis amigos, no había conocido nunca un lugar que quedara por aquella zona. Ciertamente debía tratarse de algo exclusivísimo.
En plena carretera, Sandra me pide que doble a la izquierda. Iba a dar contra un arbusto si le hacía caso. Frené y le pregunté si estaba segura. Su respuesta fue tan convincente y decidida que no me quedó ninguna duda en hacerlo. La trompa del carro se abrió paso entre los arbustos y el matorral. Sentí que caíamos a una especie de zanja, pero no muy pronunciada. Miré el rostro de Sandra para ver si estaba confundida o extraviada en la ruta, pero su cara me decía que esperaba con excitación la aparición de algo frente a nosotros. Entre tanto monte y rutas inciertas, desembocamos a una especie de camino de tierra. Me pidió que lo tomara. Avanzamos unos 500 metros y llegamos a una especie de colina. Me ordenó que frenara y que tocara la corneta del carro. Al hacerlo, unas luces se encendieron. Dos enormes faros me cegaron por completo. Una voz masculina me pidió que avanzara.
En la colina frente a nosotros había una puerta perfectamente camuflada. Una escotilla que se abría al pie de aquella pequeña montaña.
—¿A dónde me llevan? —Mi voz reflejaba claramente mi temor.
—No te preocupes —dijo Miriam—, es algo exclusivo que vas a disfrutar muchísimo.
Me imaginé un millón de cosas. Mi mente no dejaba de pensar. Mis células estaban alerta al 100% y mi corazón bombeaba más sangre que nunca.
Al pasar la entrada al pie de la colina, una vía de asfalto, dentro de una especie de túnel bien alumbrado, se presentaba frente a nosotros. No veía a nadie cuidando la entrada. Manejé a baja velocidad hasta llegar a otra puerta que estaba cerrada. Por el estrecho túnel sólo cabía un vehículo y de cada lado sólo había paredes de concreto gris.
La puerta se abrió elevándose del piso. Unas luces frontales dejaban dibujar la silueta de lo que parecía ser un hombre, ¡armado! Dije para mis adentros: “este es el fin”.
Fusil en mano, el hombre de chaqueta negra de cuero y pantalón oscuro se acercó al carro. Yo estaba que casi me cagaba encima. No quería voltear a donde estaban las muchachas para que no vieran el miedo en mis ojos. Bajé el vidrio para atender al hombre.
Se inclinó para ver quiénes venían dentro del vehículo.
—Hola, Marcos. —Dijo Sandra con voz de confianza.
—¡Caramba! Pensé que no iban a venir hoy.
La voz del hombre por momentos me tranquilizó, pero no del todo.
—Es que la lluvia nos retrasó un poco —dijo Sandra, en respuesta al saludo del hombre de negro—, pero mi amigo nos trajo.
—¡Qué bien, muchacho! —Dijo el hombre mientras metía su pesada mano dentro del carro para darme golpecitos en el hombro.
Con la misma efusividad, el hombre del fusil, Marcos, nos pidió que avanzáramos y que nos estacionáramos en el mejor puesto que encontráramos. Era un enorme estacionamiento. Hummers, Mercedes Benz, Lamborgini, Porsche, Ferrari, eran algunas de las marcas de vehículos que pude ver estacionados allí; incluso un par de Ducatti y tres Harley Davison estaban parqueadas cerca de la entrada del “exclusivo” lugar.
Ya un poco más calmado, me bajé del carro junto con las muchachas. Sus rostros dejaban ver lo emocionadas que estaban de haber llegado al sitio. Yo estaba un poco “cortado”, no sabía cómo comportarme en aquella situación, pero ellas me ayudaron. Cada una se colocó a mi lado tomándome de mis brazos, de manera de entrar así a lugar.
Otro vigilante, vestido de la misma manera que Marcos, estaba apostado en la entrada al lugar. Al verme con las muchachas hizo una leve reverencia con su cabeza y nos abrió las puertas del lugar.
Un vapor oloroso se estrelló en mi rostro, mientras que la música empezaba a penetrar por mis oídos. Luces de neón, láser, humo y mucha gente ocupaban la totalidad del enorme espacio que se encontraba justo debajo de la entrada a aquel extraño lugar. Había que bajar una escalera de dos niveles para llegar a la pista de baile. Había tantas mujeres como hombres, todos bien vestidos y con sus bebidas en la mano.
Avanzamos entre la multitud. Las muchachas saludaban a algunos de los allí presentes, quienes además dirigían una mirada de escrutinio a mi persona. Yo me sentía confiado de andar con aquellas bellezas, pero no estaba seguro cómo comportarme en aquel lugar.
Llegamos a un lugar donde había varias mesas. El lugar era más oscuro que el de la pista de baile. Allí encontramos una mesa vacía y nos sentamos en unas sillas bajas pero cómodas. De inmediato, un hombre vestido de cuero negro y peinado extrañamente se nos acercó preguntando qué desearíamos beber. Sandra pidió un vodka con hielo, mientras Miriam ordenó un mojito cubano. Al dirigirse a mí, el hombre me vio como si me tratara de un intruso. No le di importancia y le pedí un escocés con hielo. Tomó nota y se alejó.
—Es algo exclusivo este lugar ¿no? —Dije, tratando de romper el hielo.
—Sí —dijo Miriam—, pocas personas saben que existe.
Las personas alrededor iban muy bien vestidas, las mujeres eran bellísimas y los hombres parecían salidos de un gimnasio. Además de exclusivo, parecía que el lugar era excluyente, pues me pareció que había que ser bello para estar allí. Quizá por eso la mayoría de las personas me veían con extrañeza. Pero poca, o ninguna, importancia le di al asunto.
Llegadas las bebidas, comencé a tomar los primeros sorbos, no sin antes haber brindado con Miriam y Sandra. Esta última le pidió al mesero que le agregara al trago algo parecido a la granadina, lo cual le dio un llamativo tono rojizo a su vodka.
La música era una muy buena versión de temas electrónicos, muy bien mezclados por un Dj que se encontraba en las alturas de la disco. La gente se divertía, bailaba y, los más intensos, se besaban con frenesí. Hombres con mujeres y mujeres con mujeres. El ambiente parecía penetrar mi ropa y rasgar mi piel, buscando convidarme a entrar el calor.
Sandra bailaba sentada en su silla y Miriam bebía y reía. Se podía ver que disfrutaban estar allí. Yo, sorbo a sorbo, fui entrando en ambiente. Ya la timidez se había alejado de mí. Pedí tres tragos más y seguimos bebiendo. De pronto, Sandra nos invitó a la pista.
Había mucha gente bailando, pero logramos ubicarnos entre ellos para disfrutar de aquella penetrante música. Sandra era la más erótica con su baila, poco a poco fue contagiándonos a Miriam y a mí con su estilo salvaje y alocado, estrujando su cuerpo con el de nosotros y tomándonos de las manos. Al cabo de unos segundos, los tres bailábamos acompasadamente al ritmo de la música. Los tragos habían comenzado a hacer su trabajo.
Entre el frenesí del baile, Sandra me tomó por la nuca mientras su cadera llevaba un erótico vaivén que me incitó a seguirlo. Su frente se pegó a la mía y nuestro sudor se combinó irremediablemente. La tomé por la cintura y la pegué más a mí. Acto seguido ella se dio la vuelta y pegó sus esponjosos glúteos al cierre de mi pantalón. Puse una mano sobre su vientre y fui bajándola poco a poco, pero algo me detuvo: Miriam se había colocado detrás de mí, tan cerca como estaba yo de Sandra, y su mano detuvo el intento de la mía. Estaba en una especie de sándwich, donde yo era el hirviente “relleno”.
Así seguimos unos cuentos compases más, mientras nos sumergíamos en tan erótica danza. La vergüenza de los recién conocidos había quedado en el pasado. Yo estrujaba mi ya erecto pene en los glúteos de Sandra, mientras Miriam me emulaba frotando sus senos de mi espalda. Sentía que entrábamos en calor uno detrás del otro. El baile siguió su flujo natural, hasta que tuve a Sandra frente a mí, sus enrojecidas mejillas y su sudor bajando por sus sienes la hacía aún más hermosa y apetecible. Sus labios entreabiertos por el furor del baile eran una incitación escrita con mayúscula, quería besarla y sentía que ella quería que lo hiciera. Me dejé llevar por ese primitivo instinto, pero una mano se interpuso entre su boca y la mía. Era Miriam, quien impidió que probara aquellos libidinosos labios rojos. Pero mi sorpresa fue minúscula, pues no había impedido el ósculo, únicamente, lo que realmente quería era besar ella a Sandra. ¡Y lo hizo!
Mi pulso se aceleró mucho más, mi excitación subió a límites incontrolables y creo que media disco notaba mi erección. Al ver a aquellas dos hermosuras besándose frente a mí no supe qué hacer. Luego de aquel húmedo beso ambas me miraron y fue Sandra quien buscó mi boca con la suya. La besé lentamente. Su boca era puro fuego; su lengua una especie de nube hecha de serpientes que envolvía a la mía con frenesí. Acto seguido Miriam me besó. No lo recuerdo bien, pero creo que seguíamos moviéndonos al ritmo de la música.
Los movimientos eróticos que practicamos instantes antes eran ahora más intensos. Ya no había pudor. Decidí actuar con más libertad. Con Sandra frente a mí tomé sus manos y acerqué su cuerpo al mío, tomándola por sus nalgas fuertemente y estrujando mi ingle en su vulva. Eso la excitó y me lo dio a entender con un profundo beso que buscó mis amígdalas. Miriam seguía a nuestro lado, acariciando su propio cuerpo con ambas manos.
Todos los bailarines en ese momento parecían poseídos por el mismo espíritu erótico que nos poseyó a nosotros. Era una jauría sexual en pleno ritual.
Miriam se desabotonó un par de broches de su blusa y sus senos se presentaron imponentes frente a mí. Sin dudarlo un solo instante metí mi nariz en la hendidura que ambos hacían, mientras mis manos acariciaban los espacios en los que mi boca no podía laborar. El sexo entre nosotros tres era inminente, pero me pregunté: ¿lo haríamos en plena pista? Lo dudé por un instante, pero a fin de cuentas estaba decidido a hacer lo que fuera necesario, pero esa noche era mía, me sentía el dueño del mundo.
La música parecía subir de intensidad, el ritmo era más acelerado y nosotros tres ya no podíamos con tanta lujuria. Miriam nos tomó a Sandra y a mí por una mano y nos sacó de la pista. Por momentos pensé que detenía nuestro placentero juego sensual para siempre, pero no. Pasamos de largo la mesa donde estábamos antes y seguimos rumbo a otro ambiente dentro del lugar. Cerca de la pared que delimitaba a aquel sitio, unos lugares más reservados, con camas vestidas de seda roja y dorada, con cortinas de pedrería se presentaban ante nosotros incitantes. No me dio tiempo de apreciar con detalles el lugar y saber si alguien podía fisgonearnos mientras nos devorábamos allí dentro, pues Miriam prácticamente nos arrojó a Sandra y a mí sobre la mullida de enormes dimensiones. Ella, por su parte, se subió quedando de rodillas frente a nosotros, cerró detrás a sus espaldas la gruesa cortina y de quitó la blusa de un solo tirón. Sus senos desnudos y enormes quedaron vulnerables frente en frente de Sandra y a mí.
Rozó sus pezones para hacerlos endurecer y le pidió a Sandra que se los lamiera, a lo que ella respondió inmediatamente. Yo, sin perder tiempo, me quité la camisa y lenta y decididamente despojé a Sandra de su pantalón de cuero, dejando ante mis ojos sus desnudos y blancos glúteos. La ropa interior no era su mayor afición. Mientras Sandra lamía, chupaba y mordía los senos de Miriam, yo me las arreglé para lamer su vagina, colocándome acostado boca arriba por debajo de sus piernas.
Los gemidos comenzaron a aparecer, primero de Miriam y luego de Sandra. Yo traté de hacer mi trabajo lo mejor que pude. Me sentía henchido de tanto placer al ver a aquellas dos hembras darse placer una a la otra. Mi mente estaba nublada por el furor de aquel momento, por instante me dejaba llevar por el ritmo incontrolable de la situación. Creo que por momentos llegué a salirme de mi cuerpo, pues hay cosas que no recuerdo con claridad.
Lo cierto es que, después de saborear la húmeda vulva de Sandra, sentí cómo Miriam se deshacía de mi pantalón y mi bóxer, dejándome desnudo en la cama y tomando con prima mi pene, el cual llevó a su boca caliente y complaciente. Yo, mientras, seguía mi cunnilingus con Sandra.
Al cabo de un instante, le pedí a Miriam que se detuviera, mi eyaculación parecía inminente y no quería estropear el momento. Me arrodillé frente a ambas y besé a Sandra, Luego a Miriam, después nuestras bocas se unieron en u triple beso. Miriam comenzó a besar mi cuello mientras Sandra mordía mis tetillas. Creo que no podía sentir más placer en aquel momento. De pronto, sucedió algo que no sabría explicar con exactitud, pero trataré de hacerlo lo mejor posible: sentí como una especie de mordisco en mi cuello, por momentos pensé que se trataba de una especie de juego sexual de Miriam, pero segundos más tarde me percaté que no era así; me estaba abriendo dos orificios con sus dientes (o quizá colmillos) en mi cuello. No estoy seguro, pero creo que sus dientes aumentaron de tamaño y sus colmillos se debieron afilar como agujas. ¡Dios mío, estaba siendo atacado por dos vampiresas!
Intenté detener a Miriam, pero algo no me dejó hacerlo. Sandra bajó hasta mi pene y emuló a su amiga en su afán de dejarme sin sangre. Por momentos pensé que se trataba de una especia de alucinación a causa del licor, pero no era así. Dos vampiresas me estaban chupando la sangre, literalmente. Pero, a pesar del pánico que sentí, de lo confundido que estaba en ese momento, no dejé de sentir placer. Incluso, creo que se incrementó mi excitación.
Al principio, las mordidas que me propinaban Miriam y Sandra me provocaban un pequeño ardor, pero luego el placer que sentía era indescriptible. El juego sexual estaba ahora teñido de un rojo sangre, pero no dejaba de ser erótico y celestial.
Miriam, con su boca algo ensangrentada, se recostó en la cama y me pidió que le diera placer lamiéndole su vulva. Cual adicto a una droga, llevé mi boca hasta su vagina y comencé a lamer, chupar y morder su abultado clítoris. Su vulva era realmente grande, carnosa. Mientras, ella le hacía lo mismo a Sandra quien se encontraba encima. Eran unas lobas hambrientas, dos verdaderas vampiresas en toda la extensión de la palabra.
Luego de haber saciado a Sandra hasta el orgasmo, me pidió que la penetrara. Mientras acariciaba su propio clítoris con sus dedos, me pidió que la penetrara, que le diera todo el placer que ya ella me había dado. El interior de su vagina estaba extrañamente caliente, casi podría decir que me quemó mi pene, pero seguí adelante. A Miriam le excitó ver cómo penetraba a Sandra, y vino a darme besos ardientes mientras mis impeles hacían estragos en el ardor que sentía Sandra.
Miriam se recostó al lado de Sandra, boca arriba, y comenzó a masturbarse mientras nos veía a nosotros follar salvajemente. Sentí por momentos desvanecerme entre la pérdida de sangre y el furor de la orgía, pero me mantuve despierto porque no deseaba perderme un solo instante de tan singular noche.
Cuando había pensado que la adicción a la sangre de mis amigas había sido zaceada, Miriam arremetió contra mis muñecas, buscando desesperadamente su cara interna para asestarme otro mordisco sanguinolento, el cual me dejaría con unos cuantos mililitros menos de mi vital fluido. Estaba acostado con Sandra encima, cabalgando cual jinete del demonio y fornicando con furor incontrolable, mientras Sandra me desangraba por mis extremidades.
De pronto, y casi sin estar buscándolo, el torrente de semen comenzó a fluir copiosamente por mi pene, ante la golosa escena que presentaban Miriam y Sandra en busca de una buena porción en sus labios, como si de sangre se tratara. Era irónico estar ahí acostado, casi sin fuerzas y ver como ese par de lobas me dejaban sin fluidos corporales, estaban saqueando mi cuerpo y yo débil y enclenque no podía, por lo menos, aprovechar el morboso escenario que ante mí se elevaba. Intenté levantarme, pero ya no tenía fuerzas para hacerlo; caí una vez más sobre mi espalda, casi enterrado sobre el grueso edredón de seda que cubría la cama. A pesar de mi estado de debilidad no había perdido el conocimiento, aún mantenía los ojos abiertos y mi cerebro funcionaba a cabalidad, eran mis actitudes motrices las que no respondían.
Allí, moribundo y desangrado veía cómo Sandra y Miriam seguían besándose y acariciándose una a la otra, como intentando agotar ese torrente de excitación que aún corría por sus venas, esas mismas por las que ahora fluía mi sangre.
Una vez terminada la sesión de lesbianismo, ambas posaron sus miradas sobre mí y con picardía y complicidad se hablaron al oído. Acto seguido cada una se acostó a cada lado de donde yo estaba y sin mucho reparo clavaron nuevamente sus colmillos, tan afilados como antes, a cada lado de mi vulnerable cuello. Intenté detenerlas, pero lo único que pude fue rozar sus pezones, lo que me provocó una nueva erección. Al notarlo, Sandra se dirigió directo a mi pene y lo mordió con ferocidad. Este fue mi último recuerdo; mi cerebro dejó de funcionar.
No recuerdo absolutamente nada de lo que aconteció posteriormente. Mi cerebro me pidió despertar para verme dentro de mi carro, con un dolor de cabeza de puta madre, estacionado frente al edificio de donde nunca debí salir aquella noche. Mi reloj marcaba las 9.30 de la mañana. Al sentirme más lúcido, bajé el parasol y me vi las marcas de las mordidas en mi cuello; rosetones con puntos de sangre coagulada. Idénticas marcas en mis muñecas. En ese momento no quise ver mi pene, el cual estaba igual de marcado. No sabía qué hacer; ir a un hospital me parecía absurdo, ilógico. ¿Cuál sería la explicación que le daría a los médicos? Era una locura intentar ir a un sitio así, sin siquiera saber qué decir. Tomé la decisión de irme a mi casa, pero pensé por un momento en buscar a Sandra, quizá estaba en su casa y así podría hablar con ella.
Al bajar al estacionamiento busqué el Mercedes blanco, pero no había ni rastro de él, y mucho menos de Sandra. Subí al apartamento del conserje. Creo que le asustó mi apariencia, pero más aún le extrañó mi pregunta: ¿Una mujer recién mudada con un carro blanco? Por momentos pensé que estaba loco, pero al verme las marcas en mis muñecas sabía que no lo había soñado. AL edificio no se había mudado nadie en casi un año, no había registro de una visitante con las características de Sandra. Simplemente nunca había estado allí.
Con la poca fuerza que me quedaba, fui en busca de Miriam, a la casa a donde la habíamos ido a buscar la noche anterior. Y, ¿qué creen? No vivía nadie en esa casa. ¡Estaba completamente abandonada desde hace más de 5 años! Eso fue lo que me dijo un vecino.
Casi moribundo, con mi camisa manchada en sangre y con una sensación extraña en mi cuerpo, no puede evitar el vómito. Me aferré a la puerta de mi carro para no caerme, recuperé un poco las fuerzas y me dirigí a la solitaria carretera por la que anoche habíamos transitado rumbo al lugar misterioso.
Entré por la misma zona. Las marcas de mis neumáticos estaban aún en la tierra. Avancé con velocidad y al llegar a la colina lo que encontré fue una montaña maciza, sin rastro alguno de puerta o entrada secreta. No había nada que se pareciera al pasadizo secreto que había penetrado la noche anterior. Pensé que enloquecería, estaba aturdido y el llanto sobrevino a todo. Lentamente arranqué mi carro rumbo a mi casa.
Una vez allí, analicé con más detalle mis heridas. Un baño me hizo recuperar mis fuerzas, aunque el sueño ya era inminente. Debía descansar, mi cuerpo lo reclamaba. Caí como una piedra sobre mi cama.
Cuando desperté vi mi reloj, eran las 5.00 de la tarde. Sentí que había dormido más, pero apenas serían unas 6 horas. Mi sorpresa fue que al encender la TV me sorprendió ver la antesala al juego del domingo. Confundido por la situación, me fui a buscar mi teléfono y marqué a la casa de Martín.
—Caramba, por fin apareces —fue su primer comentario—. Te estuve buscando ayer, pero no te encontré por ninguna parte, ni en tu casa estabas.
—¿Ayer? —Pregunté.
—Sí. Pensé que irías con nosotros al cumpleaños de Eduardo. Te estuvimos esperando, pero no llegaste nunca.
—Espera un momento. ¿Qué día es hoy?
—¿Cómo? ¿Estás borracho? Hoy es domingo.
—No te lo puedo creer.
Sin titubear y sin darle explicaciones a Martín colgué el teléfono. Había dormido más de 28 horas corridas. Ni siquiera me levante para orinar ni tenía hambre. Respiré profundo, necesitaba aire fresco. Cuando llegue al balcón, la luz del atardecer pegó de mis ojos, casi encegueciéndome por completo, no la pude soportar. Caí al piso como si se tratara de una ráfaga de metralla lo que me había hecho retroceder.
Recostado a la pared del balcón pensé lo peor: me había convertido en un vampiro.

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